Parecía que había llegado al mundo mirado por los dioses, como los héroes de antes. Nacido en una familia no demasiado rica, pero liberal, Leandro fue enviado a un colegio bilingüe, donde desde la misma puerta le hacían el regalo del continente de otra lengua y todo lo que eso lleva aparejado. Tuvo un abuelo ajedrecista, que le inició en la geometría y la lógica desde los cuatro años. Una maestra con el don, que desde muy temprano le puso en el camino de la búsqueda de la belleza, la única belleza posible. Una profesora exótica de Historia, que se la comenzó a enseñar con gracia y relacionando unas cosas y otras, incluso las bastante lejanas entre sí. En su colegio eran tan buenos en lo suyo que hacían de las matemáticas una diversión y, convencidos de que el latín y el griego no eran antiguallas, ni podían serlo, enseñaban a los niños a distinguir las fuentes y el duende, no sólo de su propio idioma sino de los vecinos, de forma y manera que no eran raros los políglotas a los dieciocho. La literatura, como consecuencia natural de todo ello, era un modo de vivir, un placer buscado.
Pero no era tanto una cuestión de excelencia en los profesores pues también ahí se colaba de vez en cuando algún sujeto que parecía haber elegido la docencia para tener garantizada la siesta, o para torturar mejor e impunemente a más pequeños y débiles que él. Esas licencias en apariencia peligrosas tenían por objeto recordar, como un espantapájaros, que la mediocridad existe y existirá siempre hagamos lo que hagamos, y es necesario mantenerse alerta. Lo importante es que por alguna razón ese sistema hacía crecer a los estudiantes, hilaban más finamente las ideas y eran mejores personas.
Bien: hasta aquí el cuento de hadas, el guión de la película para uno de esos telefilmes de después de comer y que no cuelan ni untándoles un poco más de aceite. En realidad Leandro se llama Manuel, o Almudena, o Josemari, y puede acudir, o a un colegio de curas donde le enseñan catolicismo antes que matemáticas y le eligen lo que debe leer en función de si es o no un ejemplo en su camino de conversión en un ciudadano dócil y buen padre de familia, o a un colegio laico pero políticamente correcto donde le enseñan que es más importante decir alumnos y alumnas que hablar bien el castellano y de acuerdo con la primera ley de todas, que es la economía del lenguaje. En este colegio la Historia pasa por detrás de la historia y geografía patrias (léase la definida por la palabra nosotros, aunque no seamos muchos), y el aprendizaje de los clásicos –¿clásicos? ni siquiera se reconoce ese concepto imperialista y colonizador- va por detrás del de todos los hombres y mujeres, grandes o mediocres, no importa, que ha producido la aldea. La literatura es por tanto, no un sistema feliz de vida, sino apuntes amarillentos de profesores que se ganan la vida con ella como podrían ganársela dando clases en una autoescuela. Los profesores brillantes están prohibidos, pues su ejemplo y enseñanza es elitista, y eso no es solidario, hay que llamarlos profes porque así no resultan impositivos, y a ser posible han de ir vestidos de profes: todo el mundo sabe cómo es eso.
En consecuencia el talento o tan siquiera una personalidad un poco acentuada entre los estudiantes se mira con ojos suspicaces, no vaya a resultar que ese chico termine en individualista. Es fácil deducir que en las actividades extra escolares se rodean con cuidado territorios peligrosos como la caligrafía china o el teatro (el teatro bien entendido es casi sinónimo de subversión), y que se premian los deportes sociales y de equipo, es decir el fútbol. En las proyecciones del cineclub se suele elegir Almodóvar, en segundo lugar Almodóvar -y no tanto por cineasta sino por ganador de óscares en Hollywood- y si no es posible, entonces cualquiera de los múltiples cineastas brillantes del cine nacional, que además con ellos no hay que leer subtítulos. Los idiomas, aunque oficialmente prestigiados, son en realidad sospechosos pues alejan a los estudiantes de sus raíces y las raíces, ya se sabe, son sagradas.
No se crea que este segundo sistema bicéfalo, el real, es una opción. Una elección. En realidad es lo que queda después de que una potente y antigua consideración de la escuela como lugar de adoctrinamiento religioso, social y económico compite -y compite duro desde hace muchos años- con una más joven pero no menos potente consideración de la escuela como lugar de adoctrinamiento de ese potpurri de ideas más o menos bien intencionadas y vagamente civiles, por llamarlas algo, el llamado pensamiento único o políticamente correcto, que poco tiene que ver con la, ya ni siquiera excelencia, sino simple eficacia educativa. Y sí, el resultado es y seguirá siendo durante años eso que se puede ver con tan sólo asomarse a la ventana: generaciones enteras de víctimas que ni siquiera pueden acudir a Europa a competir en igualdad de oportunidades con quienes no cesan de decirles que son sus iguales. Tanta ineptitud pedagógica debería ser delito pero, mientras sigamos padeciendo a estos incombustibles contendientes, atrincherados en su verdad desde hace siglos, no parece que exista la menor posibilidad de que llegue a serlo. Entre otras cosas porque los dos bandos son también propietarios del Código Penal.