Colgado de la barra de un vagón en la línea 1, la más dura y áspera del metro de Madrid, ese periodista va absorto, sin mirar a nada ni a nadie pese a la variedad y el interés del paisaje, concentrado en un problema: ¿cómo contar la historia de los refugiados políticos que acaba de entrevistar en un refugio de un barrio periférico? No es un problema retórico: cómo contarlos para que de verdad sean ellos y no las postales de refugiados que, a comienzos del XXI, se nos han ido grabando poco a poco en los genes de los ojos de forma que ya apenas los vemos. Esto es, hombre joven, perseguido, escapada en mitad de la noche; lágrimas de hermanas, abuelas, quizá de novias; dura travesía en camión, barco; aduanas terribles en fronteras muy altas y largas esperas en salas pequeñas de aeropuerto, como apestados, hasta que les dan asilo; alojamientos refugios limítrofes con el asilo, la cárcel… Pues no sirve de nada. El periodista ha leído docenas de esas historias y sabe que no sirven de nada, esas historias entran por los ojos de la gente y salen por los oídos sin haber tocado una sola célula del cerebro, casi igual que un telefilme de los que se venden ya empaquetaditos en los supermercados, o un programa de Gran Hermano o de Sálvame. Bueno, no… estos programas sí hacen disminuir las células del cerebro a la velocidad con que una Coca Cola pierde la chispa de la vida.
Y ese periodista colgado de la barra del metro sabe que los refugiados políticos no son así. No lo era por lo menos el que le llegó una vez a Madrid, después de haberle tratado una sola vez en una fiesta, hacía meses, en un país lejano. Nada que ver con aldeas en la jungla y masacres tribales. Este era un periodista de corbata, de ideas más bien conservadoras, que se enfadó el día en que la mafia mató a su director y decidió escribir un libro de una valentía escalofriante, en el que cada página suponía dos o tres sentencias de muerte.
Cierto: el hombre escapó cuando ya un comando de asesinos lo buscaba en la calle, y llegó a Madrid en avión, tras un vuelo indirecto y mucho más largo de lo normal, con unos pocos dólares reunidos a toda prisa entre los amigos que estaban con él en el momento de la fuga y sin más camisas que la que llevaba puesta: no había tenido tiempo ni de pasar por casa. El hombre miraba a los parroquianos del café Gijón, donde le dio cita, como los extraterrestres de un mundo ya definitivamente perdido para él. Entonces una amiga del periodista le buscó ahí mismo un trabajo por las noches en una emisora de radio, y cuando días después él le dio las gracias, la amiga le respondió. «No me las des. Qué sería de la civilización sin gente como él».
O sea que desde entonces es incapaz de resumir ni hacer encajar a los salvadores de la civilización en las postales bien intencionadas pero simples y uniformantes que proponen los periódicos. (Los periódicos porque la televisión ni se ocupa de ellos, así sencillos y uniformados no son espectáculo suficiente). Y por qué no lo habrían de hacer: Si alguna agencia mundial de noticias tiene formularios con espacios en blanco para cubrir los golpes de estado en países tercermundistas, por qué no habrían de tener formularios, como seguro tiene la policía, para hacer encajar a los refugiados políticos entre cuatro parámetros: a) conflicto; b) etnia; c) amenaza de muerte o sólo de violación, incendio de casa, apaleamiento, d) convenios o no de extradición con España. Y así… todo el lenguaje que utilizamos para terminar por no ver algo que no queremos ver. Y es que un refugiado es casi por definición alguien incómodo para la mayoría, y si no véase a los refugiados cubanos en España, acogidos como héroes hace unos pocos años, luego olvidados por un Gobierno en principio anticastrista cuando ya no son rentables en titulares, y que ahora añoran volver a Cuba. «Si hubiésemos sabido lo que nos esperaba en España…», dicen.
En tanto que para él -para el periodista colgado de una barra del metro de la línea uno de Madrid-, casi que por principio un refugiado político es un héroe, alguien que ha desafiado a la muerte o por lo menos el viaje, el viaje radical, el del desarraigo, para no seguir aceptando algo que le resulta inaceptable. Algo que de toda evidencia ha de ser contado cada vez de manera distinta y a ser posible única. Cada refugiado ha vivido una Odisea, y así al menos merece que la escriban. ¿Pero cómo hacerlo y escapar de las postales voluntariosas pero blandas en que los refugiados terminan sucumbiendo? Como si ese lenguaje sociológico, correcto y uniformante, que es además el que exigen en el periódico, fuese el primer paso en el ritual del olvido.