MIRADA SORELA

Ver distinto

Apartado: Sastrería

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Ver distinto es lo que diferencia a un artista (escasos) de un copista (muchos: la mayoría). El problema es que si ve por completo distinto no habrá nadie para reconocerlo. Tiene pues que hablar distinto, pero hablar, hasta cierto punto, el idioma común. ¿Cuál es ese punto? Encontrándolo se le puede ir la vida: Es sabido que Van Gogh no vendió un cuadro en su vida, o uno, no recuerdo, y que Picasso, el más valiente de los pintores, mantuvo Les demoiselles d’Avignon varios años vuelto contra la pared porque pensaba que esta vez sí se había pasado, e incluso Apollinaire, que leía los versos del futuro, así se lo había dicho. Hasta que el tiempo alcanzó su visión futurista, él mismo se había quedado atrás… Pero lo que permitió a Picasso hacer todo tipo de experimentos fue hablar un idioma universalmente comprendido: el cuerpo humano. (Véase Comparación /La escala humana, en esta misma Sastrería). A mi juicio, la visión distinta es igual de necesaria en casi todo, y en particular el periodismo. Eso es lo que dibuja, o debiera dibujar, nuestra relación con el mundo.

Qué es lo que decide y configura esa visión distinta es un misterio, y no caigamos en la habitual secuencia de impotencias sociológicas: educación, genética, experiencia, infancia infeliz (o feliz), divorcios, alcohol y otras drogas (esta extendida superstición supera cualquier marca de estupidez)… No sé si se puede obtener la semilla original en otro lugar que la Providencia, y sospecho que no, pese a las promesas de tantos intermediarios de talleres, quioscos, observatorios premios que ven en la cultura una «industria» y acechan la consiguiente «oportunidad de negocio». Pero sí es en cambio probable que a esa visión distinta, si existe, se la pueda regar, hacer crecer y sacar punta. El mejor medio que se me ocurre es el viaje. No el turismo de confirmación, se entiende, sino el viaje de descubrimiento, más difícil por los ojos llenos de prejuicios del viajero que por el viaje en sí. Pero debe de haber otras.

Pues es evidente que no todos los artistas viajaron. Ni siquiera muchos. Kafka apenas salió de su pequeño escritorio y es el ejemplo mismo del viajero inmóvil. Sabemos que Cervantes se pasó media vida en los caminos, como Don Quijote, también en África y Lepanto, pero no sabemos por cuáles. (Qué no daría por una informada, que no académica ni «exhaustiva» biografía de Cervantes, me temo que ya imposible, igual que con Shakespeare). En cambio Velázquez se la pasó en Sevilla y Madrid; más aún: en el mundo pequeñito de la Corte, salvedad hecha de sus dos viajes a Italia durante casi cinco años. Y sobre todo al primero, qué provecho les sacó. Como es notorio, más allá de su excepcional habilidad, lo que caracteriza a Velázquez es la peculiaridad de su mirada y eso vale para casi cada uno de sus cuadros, incluso, a veces -y eso sí que es difícil- a sus cuadros cortesanos: el famoso retrato del Conde Duque de Olivares en el que el cuarto trasero del caballo ocupa buena parte del primer plano y el Conde Duque se tiene que girar para mirarnos.

Otro ejemplo magnífico y sutil es el de La rendición de Breda, un cuadro «histórico» con la batalla correspondiente y un general rindiendo llaves de ciudad conquistada que debería ser el ejemplo mismo del aburrido arte imperial y cortesano… hasta que nos fijamos en el pequeño baile que llevan a cabo, en el centro del cuadro, el general vencedor, Ambrosio de Spínola, genovés general en jefe de los Tercios de Flandes durante la Guerra de los Treinta Años, y el que rinde la ciudad: Justino de Nassau. Ese gesto humano que no habla de victoria y conquista sino de compasión y caballerosidad por parte del general vencedor es lo que hace de este cuadro un hito entre los cuadros de batallas.

No es algo que tenga que ver con la bondad intrínseca del pintor, ni nada parecido, como mucho tiempo se atribuyó a Velázquez, en cuyos enigmáticos ojos negros y geniales se quiso ver a un pintor hidalgo: una entelequia pues los hidalgos no trabajaban por dinero. Ahora se sabe que Velázquez no soportaba a otros pintores cerca y era tan tacaño con sus ayudantes como lo eran con él en palacio (N. Wolf). Se trata de una mirada distinta, que lo cambia todo. De un pintor y del vencedor de Breda. En este caso lo mismo.