Lectura 1.
Dos bandos se enfrentan en este mundo resumido: los que dicen que no leemos y los que dicen que más que nunca. Los primeros evocamos los veranos que duraban años de nuestra infancia, con tiempo para la playa y Dostoievski, toda la obra de Julio Verne y El Conde de Montecristo, una especie de En busca del tiempo perdido para chicos.
Los otros enarbolan las cifras de venta de ciudades atormentadas por el viento y muchachas tatuadas e incendiarias que Baroja y Unamuno, en un tiempo analfabeto y dolorido, no podían sospechar, y además exhiben aparatos mágicos que ni siquiera Verne imaginó. Sólo Steve Jobs.
– Aquí caben cuatro bibliotecas de Alejandría (o quince, o veinte), dicen mostrando un aparato pegado a una pantalla, «y pesa lo que un canapé». Cierto, y viva Jobs, el Verne-diseñador de nuestro tiempo. «Y en el futuro», añaden, «sólo leerán en papel los monárquicos legitimistas y los arqueólogos de Egipto, y las librerías serán tiendas para regalos que abrirán un mes antes de Reyes. Todo el saber de la humanidad y también las predicciones estarán a la distancia de un par de clics, tres máximo, y en este caso para bajarse (gratis) los planes de urbanización de Saturno».
Bien, todo eso es cierto, y para certificarlo está naciendo ante nuestros ojos una nueva especie de seres humanos con el primer órgano añadido desde la invención de las uñas. Y es una suerte de extensión del brazo, a menudo colgada del oído, que hace que la gente invente un idioma de frases cortas y casi siempre innecesarias del tipo «Ya he llegado, voy para casa», y se sienta sabia e informada porque ha leído cuatro tuits indignados y cinco titulares en una pequeña pantalla.
Pero hace tiempo que detecté que la lectura es uno de los dos o tres terrenos que deben de quedar en el mundo escurridizos a los números. En efecto, la arriesgada idea de que la verdad está en las cifras y sólo en ellas tiene tan sólo tres o cuatro siglos, y no será necesario recordar a los pensadores y pianistas que situaron el saber en el cajón de al lado de las sumas y los tantos por ciento. De modo que quizá no importe tanto cuánto se venda -un impuesto surgido cuando se descubrió que la Cultura podía dar dinero si se la viste con los premios y los anuncios adecuados- sino qué se lee, se escucha y ve, y sus efectos.
Por ejemplo, yo descubrí que la no lectura, o la lectura de libros literales, como los telefilmes, sin la menor metáfora ni idea -que los hay, hay incluso muchos-, tenía por efecto que mucha gente ya no sabe lo que es un héroe y, quizá peor, no sabe llorarle. Fue a raíz de la muerte de un periodista en una guerra. En los días siguientes comprobé que habíamos encerrado al muerto en la postal del reportero con chaleco de pescador atrapado en un lejano conflicto de gente salvaje. Lenguaje rudo y onomatopéyico de La Tribu y whisky sin hielo en el «hotel de los periodistas» (¿!) mientras afuera un enemigo de barba oscura y ojos brillando de rencor se carga algún patrimonio de la Humanidad. Y todo ello para salvaguardar el derecho, nuestro derecho a la información, y el de nuestros burgueses a apreciar nuestra superioridad civilivizante.
Hasta ahí lo previsto. Pero es que además no sabíamos llorarle. No lo sabía su periódico, con el consabido editorial-orquesta municipal rimbombante pero hueco como el confeti de la Nochevieja, y no lo sabían ni su novia, con un artículo lleno de lugares comunes, ni los lectores con sus cartas al director… ni los jóvenes que, cuando les hablé del dolor y el duelo por los héroes, me respondieron que, para dolor, el dolor de muelas, de parto o el de los ligamentos cruzados que alcanza a los futbolistas y hace que se retuerzan -hombretones como son- llorando sobre el césped.
Eso me preocupó. Soy tan antiguo que estudié La Ilíada en clase, al igual que la canción de Rolando y el Quijote, o sea que los llevo bajo la piel, y tiendo a creer que una civilización que no sabe llorar a los héroes lo es menos. Menos civilización, quiero decir. Lo que confirmé luego en Taiwán y en China, y en traducciones: en la literatura de la civilización más antigua de la tierra, el llanto por los héroes muertos es un género literario que ha dado no pocas de las obras que los chinos todavía leen para sentirse «el país del centro».
Esa experiencia del héroe ausente me reveló una de las enfermedades que produce la no lectura o la lectura irrelevante, y que parece una tontería pero puede llegar a ser grave, muy grave y hasta letal: la literalidad. Un héroe es una metáfora, y hay que tener cierta imaginación y haber leído y tener los ojos aguzados para verle el aura e intuir su trascendencia. Y no ver a los héroes cuando pasan a nuestro lado o mueren frente a las murallas de la ciudad es una forma de no ver la belleza, algo que los griegos consideraban una enfermedad y Chesterton catalogó para siempre como prueba terminal de que esa enfermedad es la de los mediocres. Eso permite comprenderla mejor. Y es contagiosa, aunque de momento no se sabe cuánto.
No he podido dejar de pensar en todo esto cuando, no sin asombro pese a que ya tengo cierto callo en los ojos, he comprobado el trato dispensado al poeta Tomás Segovia tras su muerte. En España, pues en México ha sido un luto nacional. Aquí, con la excepción de dos precisas crónicas de Rodríguez Marcos en El País, se ha rápidamente etiquetado a Tomás Segovia como un «poeta valenciano», siendo así que él relativizó las patrias toda su vida e hizo bromas sobre el azar de su nacimiento -su madre sevillana se encontraba de paso en Valencia cuando dio a luz-, o se le ha ignorado por completo, con osada ignorancia, como es el caso de Televisión Española y sospecho que también las otras televisiones, y esa sospecha es un prejuicio, cierto, pero también un síntoma. Está claro que no leen poesía (ni pensamiento), o quizá tenían dificultades con la identidad, visto que Tomás se sentía en su casa en España y en México, donde permaneció exiliado todo el franquismo tras haber emigrado allí niño, hijo de republicanos. Cuando aludí una vez a la dificultad de todos para ubicarle en uno de los dos sitios, me contestó: «Ese es problema de los demás, no mío». Ahora ya no hay problema, ahora un académico lo ha etiquetado ya como un «poeta de ambas orillas». (¿No hay un lenguaje real-académico? Qué tema para una tesina…).
Tomás Segovia murió la víspera del día en que TVE no sólo dedicó buena parte de los telediarios a refritar el Debate político del día anterior, previsible de comienzo a fin como si políticos -y periodistas- interpretasen una partitura, sino que le dieron un espacio que parecía un sarcasmo a la muerte de un boxeador que una vez tumbó a Cassius Clay. Además se felicitaron profusamente por no sé qué premios que los periodistas de radio y televisión se habían auto repartido el día anterior, sin saber que justo ese día los telediarios españoles estaban añadiendo un capítulo a la gran crónica de la ignorancia y miopía periodísticas. Pero no creo que nadie dimita, no está previsto. Ni siquiera creo que nadie se vaya a dar por aludido.
Él se habría reído, estoy seguro, pues sus opiniones sobre los medios eran fatalistas. Siempre he tomado por un mal síntoma para él que un escritor pierda el tiempo comentando lo que hace o deja de hacer la televisión, pero en mi opinión el ninguneo de la muerte de Tomás Segovia es algo que sobrepasa la consabida banalidad posmoderna y entra en algo más. Qué diablos, Tomás Segovia no era sólo un gran pensador y poeta -uno de los tres o cuatro de la punta, si así se midiera la poesía, que no se mide-, sino historia ambulante del siglo XX, español y americano, la oportunidad de pagar un poco de la deuda que este país tiene con la memoria del exilio (él se negaba esa condición, o mejor dicho, a usarla), y una encarnación de ese rarísimo escritor en quien vida y obra se confunden, requisito, según Stendhal, para la obra maestra. Era ante todo un hombre libre, o algo muy parecido, y eso irrita pues escapa del lenguaje en cápsulas y obliga a pensar. O sea que tiene que ver, quién lo diría, con el hecho de no leer poesía, metáforas, leer de pie; o no leer en absoluto, quedarse sentado para escuchar historias ya mascadas por alguien para que no se hagan pesadas en la digestión y contribuyan a apagar cualquier fuego. De esas que llenan los telediarios.
Puede que todo esto sea de cajón y revele sencillamente que la televisión no tiene nada que hacer con los poetas, o al revés. Puede incluso ocurrir que ese sea un anuncio de que al fin los escritores y artistas van a dejar de estar medio sobornados por la Industria y sus premios, las banderas, el falso entusiasmo sin lectores, y vuelvan a la sombra y la minoría, el extrarradio donde se encontraba el teatro de Shakespeare, su lugar natural desde siempre y en todo caso más verdadero. No sería mala noticia. Pero de todas las señales inquietantes que se producen en España desde ya hace algún tiempo, esta es de las que a mí más me ha alarmado. Pues la enfermedad de la literalidad es uno de los síntomas de una imaginación enferma. Y la imaginación es una de las condiciones de la libertad.