El escritor que no cabe
Cualquiera que frecuentase México, hasta hace pocos años, en el interior como en el exterior, se encontraba con la sociedad intelectual dividida en dos facciones que no se reconciliaron nunca: los seguidores de dos escritores que habían sido amigos, Octavio Paz y Carlos Fuentes, en una casi siempre silenciosa pero incansable guerra civil -la grilla, como la llaman-, que llegaba hasta los lugares más inverosímiles: el reparto de becas a los creadores, las cátedras, también las internacionales, los medios de comunicación. Ambos bandos tenían su correspondiente revista afín: Octavio Paz, Vuelta, que había fundado, y Carlos Fuentes, con un poco más de distancia, Nexos. Además, y desde las dos manos del espectro ideológico, la influencia política en el todopoderoso partido único PRI, la representación de la no menos poderosa industria identitaria -es decir la competencia por ser el escritor nacional en un país muy nacionalista y al tiempo de élites muy viajeras-, y por supuesto los premios, y en particular la carrera de toda una vida hacia el Nobel, que como es sabido ganó Octavio Paz.
Como tantas realidades del muy enigmático México, era una guerra difícil de comprender, al menos en sus mezquindades, sobre todo si se conocía así fuera poco de la obra de ambos escritores. ¿De verdad que gente tan brillante bajaba a batallitas en realidad tan minúsculas y, vistas desde afuera, irrelevantes? En tanto que de Fuentes se hablaba de su pertenencia a la izquierda caviar y al (muy real) Club Internacional de Bombos Mutuos -media docena de escritores famosos en el mundo dedicados a hablar bien los unos de los otros-, de Paz se decía que era capaz de rastrear la última nota escrita sobre él en el más remoto de los diarios de México -país de periódicos- y, en su caso, pedirle cuentas personalmente al redactor que la había escrito.
Yo no percibí nada de eso cuando entrevisté a Octavio Paz, en Madrid. O quizá sí, un poco, en unos ojos cuya profundidad desvelaba de inmediato una capacidad de atención nada común. Ya estaba enfermo y ese era el último de sus viajes más o menos anuales a España, pero su inteligencia se mantenía intacta y era una inteligencia -como queda claro en cualquiera de sus libros- de las que se hacen muy pocas. Además hablaba a un gran nivel, sin pretender disimularlo para hacerse el simpático, no parecía tener tiempo para eso, y el desafío para el periodista era ese: cómo no hacer de pronto una pregunta estúpida, no caer en una simpleza, un tópico o lugar común, algo tan probable, además, con el tema del libro que había venido a presentar: el amor y el erotismo.
Pero no era realmente esa la dificultad. Sino la progresiva certeza, cuando uno escuchaba su idioma de gran amplitud, como se ve en sus libros a caballo entre el ensayo y la poesía y sin renunciar a ninguno de los dos, de que ese idioma no iba a caber en una entrevista, en un periódico, por mucha cita directa, por mucho primor que le pusiese el periodista, por mucha nueva crónica que inventara y por mucha generosidad que aplicase el redactor jefe al espacio adjudicado. Con Octavio Paz uno tenía la sensación -algo paradójico con quien fundó o inspiró algunas de las revistas más interesantes de la hispanidad, y siempre desde la literatura- de que venía de una de las zonas de la realidad que no caben en el periodismo. Como en efecto no caben, incluidas algunas relacionadas con las letras.
Cogí un taxi para volver al periódico, al salir de la entrevista, y me bajé a las dos o tres manzanas: simplemente no podía soportar, no de inmediato al menos, la cháchara de la radio y la de uno de esos taxistas. Era demasiado contraste. O sea que caminé un buen rato.
Varias veces en la conversación Octavio Paz dice «no sé», «probablemente» o similares, y ello se debe a que los recorridos de su nuevo libro, La llama doble. Amor y erotismo (Seix Barral) terminan siempre en el enigma. Más allá del lugar común, se trata de algo misterioso hasta el punto de que ni siquiera sabemos si en todas las civilizaciones hubo amor: «La excepción del erotismo» a juicio de Paz, y, en cualquier caso, algo cultural. Lo que no ocurre con el erotismo, que es «la excepción de la sexualidad». Después de años de revolución del cuerpo, dice Paz, «vamos a asistir a la rebelión del alma, que es la parte humillada». Ahí se vuelve a detener: no sabe bien en qué consistirá esa rebelión. Paz rechaza que se le acuse de determinismo. «No creo tener una concepción biologista de la vida, y no creo que el cuerpo sea determinante». Según explica, el amor es como la metáfora, algo más, «que no se puede definir con una palabra. Se encuentra más allá del cuerpo y su verdadero nombre no se conoce. Existe».
Este libro fue escrito en dos meses de la última primavera, es decir, tres páginas al día; un ritmo de prodigio vista su densidad, aunque es preciso tener en cuenta que Paz tenía en ello un antiguo interés y había tomado muchas notas a lo largo de mucho tiempo. En la India, por ejemplo, en lo referente al tantrismo. Algunas de sus lecturas, como D. H. Lawrence, o ensayos previos, tuvieron su importancia.
«La historia del hombre es la del diálogo entre el cuerpo y el alma», dice Paz, y la ciencia de los últimos tiempos ha intentado acabar con el alma, al darle excesiva importancia a la física y a la química y a las relaciones entre ambas. En los últimos tiempos se ha producido una revolución del cuerpo y de las relaciones entre los sexos -«no tenga miedo de usar la palabra: ha sido una revolución», dice-, y «vamos a asistir a la rebelión del alma, que es la parte humillada».
Esta humillación se ha producido, más que en las artes, por ejemplo, en la mitología popular o en la ciencia. Sucede que, como decía un general mexicano, «esta pinche revolución ya degeneró en gobierno»; o lo que es el mismo, la revolución del cuerpo ha sido sustituida por sus mecanismos.
El león moderno
El hecho de que el amor sea una invención cultural del hombre no le resta encanto, dice Paz. Si el hombre enamorado se declara siervo, o esclavo de su amada, ello viene por influencia de la España musulmana, gran innovadora en los usos amorosos, que le dio la vuelta a la relación vertical hasta entonces imperante en la pareja, o a menos al lenguaje. Y si los tórtolos se llaman mutuamente con nombres de animales -león, paloma, pichón…, lo hacen para imitar a los animales en la naturaleza. Porque en su sexualidad el hombre imita los animales, mientras su imaginación introduce infinidad de variantes: eso es el erotismo.
Por el contrario, dice Paz, «que hayamos sido capaces de inventar algo tan extraordinario como la capacidad de amar es algo extraordinario». Como dijo Lope de Vega, memoriza, «…lo que es temporal, llamar eterno…» Es decir, el amor, incluso si es inventado como establece Freud (la sublimación), concede al ser humano los atributos de la divinidad.
Fueron precisamente los surrealistas, muy influidos por el psicoanálisis, los que dieron la última gran batalla en favor del amor, que Freud exaltó. Paz insiste en que buena parte de las teorías de la ciencia no son sino «la vuelta de viejas hipótesis metafísicas». Por ejemplo, la tesis de que el hombre tiene su origen en partículas liberadas en otra galaxia, propuesta por el premio Nobel Fred Hoyle, coincide en lo esencial con las creencias de los gnósticos y con Platón.
Al afrontar esta vieja deuda con su obra, Paz se encontró, como siempre, con que el libro crecía con independencia de su voluntad. «Siempre hay que contar con el azar», dice, o lo que es lo mismo, con «partes de la memoria que se desconocían», con las nuevas vistas que se descubren al pensar en el problema, o en la propia dinámica del lenguaje.
Lo que llama azar sería pues el viejo mito de Pirandello y Unamuno: la obra coge su camino con independencia de la voluntad de su autor-dios. U otra formulación: la obra (o el mundo) es una broma de su creador. Pero Paz contesta con rapidez: «Dios no puede ser bromista pues entonces sería humano».
El tiempo ha terminado por darle la razón, o por lo menos la victoria: durante muchos años anticomunista, Paz ve sin particular satisfacción el desplome de su viejo enemigo. Pero, dice, «me siento muy desconcertado. Siento hacia mi mundo la misma insatifacción que tenía a los 20 años hacia el de entonces. Las respuestas de los revolucionarios estaban equivocadas, pero las preguntas -justicia, solidaridad…- siguen siendo las mismas. Tenemos que tener con las democracias el mismo rigor que tuvimos con el comunismo».