María Kodama
Me llamaron del periódico cuando me disponía a vestirme para una cena en la villa Favorita, la residencia de los barones Thyssen, en Lugano, el rincón más apartado de la Suiza italiana y, según iba a descubrir, uno de los más aislados de Europa. El periódico me había enviado para escribir sobre la primera exposición de cuadros de Goya que hasta el momento se habían mantenido ocultos en colecciones privadas españolas y, para salir a la luz del gran público, habían elegido la sede, entonces, de la colección Thyssen en Suiza. «Borges ha muerto», me dijeron, una noticia que, no por prevista, dejaba de ser en una sección de Cultura, al menos para mí, como el estallido de la tercera guerra mundial. Por lo visto había muerto en Ginebra, según France Presse, era todo lo que se sabía, en un pequeño hotel discreto, y visto que yo ya estaba en el país, el director de fin de semana había decidido encargarme la crónica, «y para primera edición». Eran las seis de la tarde.
Me acordé de uno de los trucos aprendidos cuando era reportero de la agencia Europa Press y, vista la urgencia y mi imposibilidad de hablar con fuentes directas, llamé desde mi hotel a la central de France Presse en París y confirmé la noticia y algún dato más. Eso -como saben los corresponsales, que a menudo no hacen otra cosa- me permitía citar la noticia casi como si hubiese testigo de ella. Luego exprimí mi conocimiento de andar por casa sobre Borges (años después escribiría un libro sobre él y otros cuatro escritores: Dibujando la tormenta), tuve la suerte de acordarme de que había cursado años de su bachillerato en Ginebra, y pude hilar por ahí para escribir una crónica cogida con pinzas que nos permitiera firmar «de nuestro enviado especial» en primera edición, una suerte de alarde periodístico.
Pero a continuación tenía que olvidarme de la cena y llegarme hasta Ginebra para escribir al día siguiente la crónica del cómo, cuándo exactamente, qué había dicho antes de morir y todo eso que se escribe de los héroes antes de que sean llevados al panteón de Ilustres en un coche fúnebre tirado por caballos empenachados de negro. Para descubrir que no era nada fácil: nada salía de Lugano un sábado de junio por tierra o aire, salvo helicópteros alquilados, y en mi desesperación llegué a pensar en alquilar uno -todavía me pregunto qué me habrían dicho en el periódico-, o en pedirle su coche a la comisaria de la exposición de Goyas, Marta Medina.
Al fin hicimos el viaje, el fotógrafo Bernardo Pérez y yo, en el coche de la delegada de la agencia Efe en Suiza, Ana Romero, y llegamos a Ginebra de madrugada y nos alojamos en el primer hotel disponible, uno de esos hoteles para petroleros de cinco estrellas que son todos iguales y no te permiten saber dónde estás -estás en un no lugar- ni mirando por la ventana.
Y no había dormido ni cuatro horas cuando llamé a primera hora al hotel en el que había muerto Borges, pregunté por su viuda, María Kodama, y para mi gran sorpresa, se puso de inmediato. Algo inhabitual en España, donde el teléfono se usa sobre todo para marcar distancias de poder. Como un reportero de libro le pregunté de inmediato los datos: a qué hora, cómo, desde hacía cuánto… y no había formulado más de cinco o seis preguntas cuando María Kodama me preguntó con esa voz suave que tiene:
– Dígame: ¿usted cree que todo eso importa?
Y para mí fue, lo prometo, como un temblor de tierra. Una contrapregunta-misil, pues también un interrogatorio sobre un muerto es una forma de entrevista, como por otra parte casi todo en periodismo, que siempre pasa por los interrogatorios. Después de muchos años andando por la vida utilizando las consabidas cinco preguntas del periodismo como los mandamientos de una religión agnóstica, al cabo de unos segundos de estupefacción me sorprendí a mí mismo respondiendo:
– Pues no. Tiene usted razón: realmente no importa.
Como en efecto me lo creía a partir de ese instante. Hay ciertos cómo y cuándo que no importan gran cosa, aunque no lo parezca.
Entonces, me pareció, la sorprendida fue ella, que había obtenido de una forma tan fácil el arrepentimiento de un periodista pecador.
– Es que lo que ahora importa es Borges, me dijo. Su obra. Su literatura.
Todo eso era cierto. Pero aunque yo ya había comenzado a renegar de mi fe -y tiempo más tarde abandonaría los hábitos- ya tenía lo esencial para escribir la crónica de la muerte.
De alguna forma en esa conversación se produjo una empatía que, tras otra peripecia que algún día contaré, se plasmó dos días más tarde en esta entrevista, la primera de una muy larga serie que María Kodama viene dando sobre Borges a lo largo de los años. Siguiendo su ejemplo, por otra parte, que en vida concedió muchísimas hasta el punto de que sus respuestas son una parte oral no despreciable de su obra.
Pero a ese encuentro en particular, y gracias a una contrapregunta que rara vez los entrevistados formulan, yo le debo la revelación. Nunca se sabe cómo y cuándo llega lo inesperado.