Sentada en su cubículo Galo Radoser se esfuerza en sonreír. No es algo de esta mañana, de hecho se está esforzando desde que llegó de la India, de ayudar durante meses en una misión de gente flaca y sonriente. De nueve a dos y de tres y media a …a… a cualquier otra hora que se le ocurra a su jefe, y que puede, suele ser muy tarde, Galo se va gastando un patrimonio que ha ido acumulando en los últimos cuatro años. Y que ahora comienza a comprender -ese es el drama- no es un capital infinito y se le puede acabar. De hecho esta mañana Galo mira las reservas de humor y esperanza dentro de ella y va viendo, como un avaro que investigase en su cajón de las monedas, que ya las monedas dejan ver amplios lagos de la madera del cajón. Madera de fin de la alegría.
Pero expliquemos de quién se trata. Galo es esa chica con una sonrisa que le atraviesa la cara de Oriente a Poniente y que hace unos años se fue a París con una beca Erasmus sin saber que para algunos ese es un viaje del que no se regresa jamás, o al menos el que vuelve no es el mismo. En efecto: terminado el año, Galo no se resignó a matricularse de nuevo en su universidad -tenía la sensación de que ya le había enseñado lo que tenían que enseñarle- y se fue a Australia. Y aunque ya no tenía beca, fue feliz. No sólo porque se estaba regalando el inglés, después del francés de París (idioma en el que se escribía con alguien cartas, me parece, de amor), sino también porque comenzó a ejercer de periodista con el espíritu práctico de los anglosajones, todo un contraste con lo que conocía. Y se pagaba estancia y estudios -allí por lo visto es de momento posible- distribuyendo propaganda a la entrada del metro unas horas al día.
Con todo ello, ya un capital considerable, regresó para trabajar de asistente de una enviada de una cadena global, y luego se fue a trabajar a la India, al sur, la más pobre, de donde regresó medio año después mucho más rica y con la sonrisa todavía más encendida.
Eso fue hace unos pocos meses. Ahora Galo Radoser se sienta en una especie de cubículo en un agujero siniestro que pretende ser una redacción, y hace todo lo posible por no comprender quién es, en realidad, su jefe. ¿No será uno de los listillos y bucaneros que desde hace ya un tiempo salen en España de debajo de las alfombras? En su día, en la primera entrevista, le prometió un puesto de redactora y pronto viajes por toda Suramérica, en la elaboración de reportajes útiles a ambos lados del mar. Pero pasan los días y Galo ve que los reportajes no llegan, y que su trabajo en Madrid consiste básicamente en marear la perdiz y, con una apariencia de normalidad y de oficina que funciona, contribuir a engañar a otros jóvenes, que tampoco cobran. Es una especie de Pirámide fraudulenta, donde no se juega tanto con dinero -que también: el que no cobran- como con esperanzas y expectativas.
Además, el aire, la calle, el calor no ayudan. No es un calor como el de la India, que al asfixiante del monzón sumaba el de los seres humanos, y éste lo compensaba todo. En Madrid sigue habiendo mucha gente en la calle, y la Crisis no consiste tanto en que la gente no trabaje, a fin de cuentas la mayoría lo hace, sino en el miedo a perder el trabajo, al futuro y a todo. Y en la conversación en círculo sobre ello, una y otra vez. Para alguien que ha conocido mundos en donde se habla de otras cosas, eso es a la larga lo más difícil de soportar.
Es, pues, una mañana idiota, sin un trabajo identificable y digno de tal nombre, y por lo tanto sin esperanza. Su jefe acaba de volver de un viaje de supuestos negocios -de una huida, en realidad, que es su forma de no responder a quienes querrían preguntarle cuándo van a comenzar a trabajar en serio-, y encima pretende que Galo levante el teléfono para emprender una nueva campaña de engaños telefónicos, que son mucho más difíciles de rastrear.
Parece un asunto de la mañana, el calor, el comienzo del verano, que en Madrid parece eterno y lo es… pero no. En realidad se han necesitado el año en París, el de Australia, el de ayudante de una periodista de verdad y el de la India para hacer que al fin, de pronto, sin que nada en apariencia lo anuncie, Galo se levante, se dirija al despacho de su jefe y, sin perder el tiempo en reclamaciones ni gastarse en llantos, reproches ni amenazas, le diga: «Me voy». Y coja la puerta y lo haga. Y siente entonces tal felicidad que parece que ha refrescado.
P.D. El azar no es tal sino la justicia poética que premia a los valientes: cuando se escribe esta página Galo acaba de conseguir un mes de prácticas en un programa en español que se radia desde París, y un puesto en los servicios informativos de la Comisión, en Bruselas.