No es el cielo azul y la simpatía lo que caracteriza a Madrid. Los que comprendemos que en realidad la botella está medio vacía sabemos que sus habitantes andamos medio sordos. ¿Cómo, si no, podemos aceptar con naturalidad los ruidos que más al norte serían un escándalo? No así en el sur: nada, ni siquiera Madrid, puede superar el ruido de El Cairo. Un cairota me dijo una vez: «Si es egipcio, pita. Si no pita, no es egipcio».
Podría escribir una novela con los ruidos de Madrid, o al menos una sinfonía, pero la que más recuerdo hoy es la vez que en el Paseo de Rosales, una noche de verano, estuvimos varios amigos y yo intentando que el patrón de una terraza comprendiera que no le servía de nada contratar a un decorador caro y al mejor mezclador de cóctels del Nuevo Bar Español si a continuación ponía un ruido por el altavoz. Nada: el hombre -náuticos de marca, reloj de un kilo, camisa rosa con iniciales-, tenía la idea de que elegancia equivale a volumen y que ningún hombre podrá declararse a una mujer si no pasan antes por el cortejo a gritos. Nos dicen ruido y pensamos en martillazos, tráfico y taladradoras. pero en realidad esos no son los peligrosos pues todos sabemos que esos son ruidos a exterminar. Los peligrosos son esos que se disfrazan de música o de urbanismo inevitable. Como la vez aquella en que, de compras en un supermercado, la cajera se me echó a llorar. «¿Qué le pasa?», le pregunté alarmado. «Es esta música, que me va a volver loca». Se refería al Gingle Bells de turno que sin piedad alguna le ponían una y otra vez con el pretexto de que era Navidad. Quizá las cosas cambien cuando comprendamos que la música puede reforzar la soledad de los supermercados… y que en Escandinavia a esos empleados tendrían que pagarles un plus de aguante.
(publicado en ABC el 21 de junio de 2013)