Cuando regresé a España, en el verano de 1970, la prueba más convincente de que había vuelto al lugar que recordaba es que, al menos en el centro de Madrid, había más gente a medianoche que a mediodía y los atascos de las calles y restaurantes eran mayores a la hora en que el resto del mundo dormía. Y eso no era nada: según cuenta Corpus Barga, a principios de siglo casi se arma un motín de Esquilache cuando los bares decidieron cerrar una hora, sobre las cinco o seis de la mañana, para limpiar. Hoy, basta salir por la noche entre semana para preguntarse qué ha ocurrido y por qué las calles españolas se parecen en soledad y hasta en silencio a las de Suiza o Bélgica.
Bueno, lo que ha ocurrido lo sabemos todos. Aunque en mi opinión en realidad creemos saberlo pues no está del todo claro que este desierto se deba a la Nueva Pobreza y demás. Con el pretexto de la crisis (sólo escribir la palabra ya da cosa, por manida), creo que nos han metido una idea que viene a ser un gol. ¿Por qué dormir por la noche en Sevilla, en Córdoba o en Madrid sería mejor que dormir de día, cuando hace un calor que espanta? ¿Por qué dormir la siesta, y a ser posible de dos horas, habría de ser más propio de un pueblo de vagos que dormir por la noche?
Que el mundo esté lleno o vacío es algo muy sugerente. En cierta ocasión me bajé de un coche, en Colombia, para dar un paseo por uno de los lugares más bellos de la tierra, un desierto rojo situado en una cumbre de los Andes cuyo nombre no escribo para no dar ideas, y al que regreso siempre que puedo. Iba acompañado de una psicóloga joven y agradable, que sin embargo a los cinco minutos me pidió regresar al coche pues no podía soportar semejante silencio. Comprendí con gran compasión que la pobre chica había sido criada en una de esas familias donde el primero que se levanta enciende la televisión, y la apaga el último en irse a dormir, con el resultado -una pandemia en el mundo- de criar a gente incapaz de apreciar los desiertos, la soledad y mucho menos el silencio, en el supuesto de que sea silencio lo que ocupa los desiertos, que no lo es. Es un silencio doblemente estruendoso porque está poblado de matices.
Yo jamás he pisado un estadio para ver un partido de fútbol, en primer lugar porque no me gusta el fútbol, o mejor no me inspira la menor curiosidad, pese a mis esfuerzos y a los estímulos de numerosos teóricos que hacen de él una cifra del mundo, pero también porque me da miedo. Lo entendí un poco al leer Masa y poder, de Elías Canetti, donde se explican las fuerzas de adjetivo impronunciable que se desencadenan en la circularidad de un estadio, y que tan bien quedan representadas por el juego de La Ola, intimidante metáfora de la que no parece posible escapar. Y en consecuencia admiro a los ingleses, y otra gente rara como ellos, no sólo porque prohiben las radios en sus parques -una sutil prueba de civilización que tan exótica parecería en los parques del sur, colonizados por músicos con altavoz-, sino por lo que le ocurrió a una amiga mía, que, distraída, se le ocurrió sentarse en un banco de Londres donde ya se sentaba un señor. «¿Este parque está lleno de bancos vacíos y usted viene a sentarse en el mío?», le dijo enfadado el señor. «¡Búsquese su propio banco!».
El juego de las presencias y ausencias es bastante más sutil de lo que parece. Estos días circula una foto tomada en la calle Estafeta de Pamplona, durante un domingo de encierro, en la que se ve no sólo la calle abarrotada y los toros perdidos en la multitud, sino también los balcones llenos con gente uniformada de blanco y rojo. (¿Quién nos iba a decir que los sanfermines iban a ser el pretexto para un nuevo uniforme? El blanco y rojo era sólo una posibilidad, no una obligación, cuando yo vivía allí). Esa foto es para muchos la imagen misma de la fiesta. A mí, que considero esas calles también un poco mías pues viví allí seis años, me parece uno de los infiernos que, junto con Benidorm, Ibiza, y demás supuestos paraísos, va desgranando el verano español.
Y sin embargo hay algo anómalo en las calles vacías de Madrid por la noche, y no digamos ya las de Barcelona que se mantienen fuera de las hordas que se bajan de los cruceros, otra pequeña maldición flotante. Quizá sea la falta de naturalidad: demasiada gente, o demasiado poca. Tanto en el silencio de las calles de Madrid o Barcelona, como en el abarrotamiento de las calles de Pamplona o de las playas del Mediterráneo, hay algo en lo que se reconoce a distancia el lado tóxico de estos tiempos.