No vino anunciado con grandes temblores de la tierra ni trompetas tipo Apocalipsis sino por un pequeñísimo detalle: Juan Manuel, el chapuzas, el hombre que viene a casa a arreglar enchufes y repintar manchas de humedad, me pidió que en adelante ya no le llamase Manolo.
– Ah, muy bien, repuse. Lo llamaré Manuel.
– Tampoco, me dijo. En realidad yo me llamo Juan.
No era por un Juan o un Manolo por lo que iba a tener un sí o un no con el hombre que me soluciona problemas insolubles, o sea que cambié el nombre en el cajoncito correspondiente, sin darme cuenta de que ese en realidad era un anuncio. Cuando al día siguiente le pedí al taxista que me fuese llevando al oeste de la ciudad, que ya le indicaría, sin ni siquiera arrancar me preguntó:
– El oeste… hasta dónde.
La bordez de los taxistas en lugar de disminuir aumenta con la crisis, me dije, pero no quise tenerla y le dije: «Pues hasta la vieja Estación».
-Es que la vieja Estación ya no está, me dijo, no sin un punto de satisfacción.
– ¿No está? ¿La han derribado?
El taxista me miró por el espejo con ese punto de desconfianza escéptica que va con el oficio.
– No, no está. ¿No se ha enterado? Ya no nos pertenece. Ahora está con los otros.
No quería nombrarlos, como se ve. Ni a ellos ni a muchas otras cosas.
– ¿Quiere decir que no podré ir a mi librería preferida porque está en el terreno de los otros, fuera de los límites del Tratado?
-Sí podrá. Pero la última vez que fui la espera fue de cuatro horas. Además, los guardias de la frontera se hacen los remolones. Humillan a la gente. Piden comisiones por derecho de paso, como antes.
Durante el trayecto hacia el Oeste intenté entablar conversación con el taxista, como se hacía antes, para amansarlos y ver si así bajan la radio, y no sin sorpresa observé que me era difícil. Como si el taxista hubiese perdido la mitad de sus referencias, tipo la Vieja Estación de Trenes, que ya no figuraba en sus rutas… Al igual que yo, por otra parte. Noté con cierta preocupación que ciertas palabras no me salían. Como si no las recordara, o tuviese miedo de usarlas. Algo natural cuando uno intenta decir desoxirribonucleico, por ejemplo, pero no tanto si lo que uno quiere decir es anciano y lo único que le sale es tercera edad.
Pero esa del lenguaje no sería ni la más impresionante ni la peor noticia. Esa misma noche me quedé mirando la luna con una vaga inquietud, como cuando uno mira un semáforo y se da cuenta de que el verde ahora es azul, y además no está debajo del rojo y el ámbar.
– ¿No estábamos en luna llena?
– Si, me dijo la señora anciana de enfrente de mi casa, que se sabe todo de las cosas del orden viejo.
– ¿Entonces?
Porque la luna no se veía ni llena ni nueva, sino como un queso rebanado por la mitad.
– En realidad está llena pero de acuerdo con el Tratado nosotros sólo tenemos derecho a ver la mitad.
– Ya, dije, comprendiendo la lógica: «Y los otros tienen la otra mitad, ¿no?»
– Así es, me dijo, y en las eses de ese asies se podía escuchar toda su resignación ante la fatalidad.
Pero no todos se resignaban: Voces se alzaron aquí y allá protestando. Todo tenía un límite, decían, y no se podía recortar la luna. La luna era de todos, todo el tiempo, sin atender a aquí y allá, tratados y todo lo demás.
– Por el contrario, contestaron prontamente los historiadores y teóricos que habían escrito largamente sobre las Injusticias Acumuladas en el Pasado y que se encontraban en el origen de todo el proceso: La luna para todos es una de las deformaciones de la modernidad, dijeron. Ya los antiguos la tenían dividida y separada y cada cual tenía su trocito de luna. La nueva realidad, el nuevo Tratado, explicaron, no hace sino restablecer las cosas tal como fueron siempre. Y como no debieron haber cambiado nunca. Puede que sólo haya una luna… de momento, concedieron. Pero cada pueblo, cada tribu tiene derecho a reclamar el trozo que le corresponde desde la noche de los tiempos, cuando el hombre abandonó las cuatro patas y empezó a reunirse en torno a los fuegos, y aullábamos a la noche. Como hacen los lobos, así aliviábamos nuestro miedo a la noche y a la soledad, y nos calentábamos en el consuelo de la manada.