Imaginemos un teatro que llamaré de la caricia, aunque nadie se toque. O mejor dicho, el espectador no toca a los personajes, y estos se pueden tocar entre sí. Se trataría de un teatro de la mucha proximidad, cercanía, el casi contacto, la caricia: un soplo sobre la piel… con los ojos. No el teatro de visita, llamémosle así, que se produce a veces en Inglaterra: el espectador acude a una casa grande, en cuyas habitaciones unos cuantos personajes componen una obra. La casa tiene casi siempre una decoración clásica, y los personajes parecen vivir una intriga de Agatha Christie, Hitchcock o cualquiera de sus muchos descendientes. La gracia consiste en que el espectador puede pasear por las habitaciones pero en modo alguno ver todo lo que sucede. Se hace su propia obra a partir de lo que ve, y algunos, si han conseguido presenciar las escenas clave, pueden a veces resolver el misterio. O no: a lo mejor de lo que se trata es de que cada uno arme su propia historia como en una novela del OuLiPo…. (Aunque todo espectador o lector arma siempre su propia historia, como descubre, sorprendido y luego divertido, cualquier autor).
En estas obras, y también en ciertos microteatros que han proliferado como setas en otoño, y no siempre por causa de la crisis -en Buenos Aires son un fenómeno-, los espectadores ven a los personajes desde muy cerca, y les puede parecer que están tomando café con ellos. Pero de algún modo sigue habiendo una barrera, y yo estoy hablando de la abolición de la barrera, o de una cercanía que la convierte en otra cosa. Tampoco se trata de ese porno de ciertos bares-burdel de Estados Unidos o México, donde la chica le hace un streap-tease de máxima proximidad a su cliente, casi nadando en la copa que se esté tomando, sin que el cliente pueda tocarla bajo ningún concepto. Algo muy enfermizo, como se ve, y siempre una única historia, muy estereotipada y de final conocido.
Me refiero a un teatro de la máxima proximidad, un poco como cuadros de Georgia O’Keefe, o novelas de David Foster Wallace, en las que algo mirado desde muy cerca y agrandado en gran formato termina por modificar la realidad misma para construir otra: eso es el arte a fin de cuentas. Imaginemos pues un teatro de la casi caricia, en el que la pelusa de la nuca, las venas de una mano o el olor de un personaje puedan constituir un escenario, o incluso serlo, y donde la exacerbación del detalle y la cercanía terminen por cambiar la realidad.
La idea de un teatro de la caricia -probablemente irrepresentable, puro arte conceptual-, me viene de antiguo: de mis experiencias como actor, en otra vida, en un teatro muy físico y en particular la representación de una suerte de discusión, entrelazado con otro actor, en un sofá de la Escena de cuatro personajes, de Ionesco. Es muy interesante, y que yo sepa se ha explorado poco, todo lo que ve un actor desde la escena y que es sin duda otra obra. También me viene de los múltiples y para mí muy sugerentes escenarios que surgen a cada paso en algunas de las viejas y desconchadas facultades de la Universidad Complutense de Madrid, donde doy clase. Y me viene por último -entre otro millón de experiencias, claro está- de la audición hace unos días del Moisés y Aron, ópera inconclusa de Schönberg que se representó en el Teatro Real de Madrid y cuyo montaje en algún lugar de la Europa rica costó en su día tres millones de euros.
Esa fue la razón de que en Madrid esta obra exigente se representara sólo en versión de concierto, para el consabido público de caballeros con cabelleras de plata, señoras muy perfumadas y el habitual pequeño grupo de melofanáticos cuyas discusiones conforman un género en sí mismo… hermético. A su lado la dodecafónica música de Schönberg y la Escuela de Viena suenan a vals.
Según las informaciones de la red, las dos representaciones en el Teatro Real de Madrid, a cargo de más de doscientos músicos de una orquesta y coro alemanes, costaron entre entre 400.000 euros y un millón, y no me ha sido posible encontrar una cifra definitiva y de fuente solvente, pues al parecer no era ese un dato que interesase a los periodistas de cultura que acudieron a la rueda de prensa de la función. Una suerte de inhibición de la curiosidad que en ciertos aspectos del teatro Real caracteriza ya a la prensa de Madrid, y que tal vez explique esa suerte de severo derroche, se mire por donde se mire, aunque la función haya contado con el patrocinio de una marca comercial y una donación de la comunidad Judía de Madrid. La obra refleja el torturado pero místico pensamiento religioso de Schönberg al final de su vida, que ilustra con la peripecia de Moisés y el Pueblo Elegido en busca de la Tierra Prometida.
No se trata de un episodio aislado. En fechas recientes en Barcelona, el Liceo exhibía una platea casi vacía en algunas representaciones de las óperas de Wagner del Festival de Bayreuth, en gira, sin duda a causa de unos precios de escándalo a los que el público español no puede responder, por entusiasta que sea.
No dejaba de pensar en todo ello mientras, invitado por un crítico amigo, escuchaba la -probablemente magnífica- obra de Schönberg, interpretada por la misma orquesta y coro alemán que lo hizo en la no lejana representación de un San Francisco también polémico en un escenario exótico. Veía a una orquesta tan rica que apenas cabía en el escenario del Real, uno de los más grandes del mundo, como se dijo en su restauración, en los años 80, cuando se dobló o triplicó el presupuesto de miles de millones de pesetas previsto, por causa, entre otras cosas, de la improvisación y la chapuza: La Era del Despilfarro. Y viendo a músicos y cantantes tan juntos, se me ocurrió que una magnífica representación teatral sería pasearse entre ellos, como una suerte de antropólogo privilegiado entre los guerreros de Xian.
Digan lo que digan -y de todas maneras no publican los periódicos-, el costo de la ópera, por patrocinios que tenga, termina por recaer en buena parte en el bolsillo de todos: aunque sólo sea porque el precio de las entradas queda al alcance de realmente pocos. Lo que asombra es que a estas alturas, y tras reiteradas promesas de que todas esas restauraciones multimillonarias iban a ser para abrir la ópera a todo el mundo, la ópera siga siendo el espectáculo de señores con sombrero de copa, leontina y puro, y señoras enjoyadas y con calesa de cuatro caballos en la puerta -esto es, una marca de estatus social, como un coche o una mansión-, y cuya pasión por Schönberg, un autor arduo y poco dado a los efectos, es, permítanme, como mínimo dudosa. Aunque la versión de concierto se represente a veces seguido, sin pausas, también es posible que en Madrid se hiciera para evitar la espantada del intermedio que se ha dado en otras ocasiones difíciles. Y no deja de ser asombroso que el Teatro Real, con una bula informativa que un día terminará por llamarnos la atención, esperemos, siga llevando una existencia paralela y de cuento de hadas, como si sus responsables no leyesen los periódicos con las recientes medidas fiscales en contra del arte y la cultura o el cierre de la docena de escuelas municipales de teatro de Madrid, y no hubiesen viajado nunca a los países donde la ópera es -casi- para todo el mundo, las representaciones se programan por quincenas, o meses, y aficionados por lo menos tan sinceros como los que ahora asisten al Real pueden comprar entradas por veinte o treinta euros.