MIRADA SORELA

Horas distintas en Atocha

Apartado: Siete años de Blog

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p.S Atocha bajo la llovizna
´»El reloj andará retrasado»
-«¿Los dos?»

– ¿Qué hora es?, le pregunté a Manuela cuando salimos. Ella se giró hacia el reloj de la Estación de Atocha.

– Las doce menos veinte, dijo.

Chispeaba un poco pero ni merecía la pena desplegar el paraguas.

– No entiendo nada, dije.

-¿Por?

Le expliqué que cuando habíamos entrado en el Reina Sofía eran las once y diez en ese mismo reloj. Y entretanto nos habíamos visto una extensa exposición sobre los años treinta: realismo, fascismo, surrealismo, cartelismo y el resto de todo el bazar.

– Bueno, andará retrasado, dijo Manuela.

– ¿Los dos?, le dije mostrando el otro reloj, en la torre cuadrada, en uno de esos alardes de arquitectura y alcaldada que se pueden apreciar en Madrid a simple vista. Y como el otro reloj también marcaba las doce menos diez noté cómo se quebraban un poco las delicadas cejas de Manuela, y resaltaban todavía más sobre ese cutis blanco, casi, de geisha, que me gusta tanto.

Entonces comprobamos que su reloj marcaba la una y cuarto, y una señora japonesa a la que le preguntamos por señas -seguro que era japonesa: se vestía con una elegancia sutil pero evidente- nos mostró un reloj tan refinado que tuvimos que confirmarlo:

– ¿No marcaba las dos y pico?

– Sí, me dijo Manuela, ya divertida con todo ese baile de las horas.

Durante un tiempo estuvimos esperando por Atocha a que terminase de pasar una procesión de gente trotando a paso corto, como lo hacen en el ejército o al menos en las películas. Todos ellos iban vestidos con vaqueros que les llegaban hasta el pecho. Sus pancartas explicaban que la carrera era para apoyar la industria del vaquero murciano, y por eso lo habían alargado para convertirlo en mono. No teníamos prisa y esperamos con paciencia a que pasaran, pero algo me hizo recordar ese episodio y el de los relojes -¿cómo llamarlo? ¿accidente?, ¿anuncio de tormenta?, ¿profecía?, ¿diagnóstico?…– en la exposición sobre Blake y sus contemporáneos que fuimos a ver a La Caixa a continuación. Allí se apretaba medio a oscuras una muchedumbre como si fuesen a repartir algo y no fuese aún la hora de comer. Nada especial, ese es el paisaje acostumbrado de La Caixa y en especial si es el último día de una exposición, pero más aún que en otras muestras de arte -se trata de un fenómeno todavía innombrado-, éramos nosotros, y no Blake, quienes parecíamos de museo.

Quiero decir, éramos nosotros, la muchedumbre amorfa del domingo en el museo los que parecíamos invariables, idénticos a nuestros abuelos y a los abuelos de nuestros abuelos que ningunearon a Blake porque pensaban que era un raro, que es el adjetivo que se aplica a los artistas cuando su habilidad no es discutible y no pintan lo que está previsto que pinten. Cuando crean y tienen ideas propias, que era el caso de Blake: un escritor, además, un visionario y un místico con una religión personal, más o menos auto revelada con mimbres de las otras y sus propias visiones. ¿Existe algo más subversivo que eso? Y quien dude que sus visiones eran tan concretas como árboles, como rocas, como montañas, que vea cualquiera de sus cuadros: es evidente. Nadie puede inventarse el fantasma de una pulga si no lo ha visto. Es un hallazgo pictórico portentoso… y también teatral. Tal como él propugnaba -y a mí me convence-, es algo que revela más del interior del artista que del exterior que supuestamente refleja.

Pero no nos distraigamos: lo peculiar de la exposición de Blake – uno de esos autores cuyas sugerencias aumentan con el tiempo-, es que de algún modo nos remitía, a nosotros, a la muchedumbre, al Reina Sofía situado a unos doscientos metros de allí: A la exposición de los años treinta.

Y allí, nos volvíamos a encarnar en las muchedumbres propias de esos años, entusiastas con el surrealismo pero también con el futurismo. Encantadas con las Ferias Internacionales -un cartel enternecedor proponía una «vuelta al mundo en un día», y reflejaba las cuatro razas arquetípicas e ideales-, pero arrastrando lastres medievales y dirigiéndose, en ocasiones con entusiasmo, hacia el fascismo. En ese día raro, con los relojes retrasados en horas distintas, éramos nosotros los que parecíamos la exposición de los años treinta.

Al salir nos encontramos con que una cadena de gente cogida de las manos nos impedía pasar. Aunque muchos sujetaban un móvil con el cuello, o se soltaban de la cadena para leer mensajes o teclearlos con pasión, parecían los nietos de las muchedumbres de los años treinta. Todos vestían una camiseta de color azul cielo «en contra de la soledad«.