El verano del 73 fue el de mis primeras prácticas en periodismo, en Madrid, cuando decidí abandonar la profesión, y el verano en que fue derribado Salvador Allende, y se acabó, sin retórica, con el principal sueño de muchos de aquella época, o al menos de algunos de mis amigos americanos. Yo vivía en un ático de estudiantes cerca de la plaza de toros, y por las noches sacábamos los colchones a la terraza y nos dormíamos con el ruido de la ciudad, que se acostaba mucho más tarde que ahora. Aunque todavía no se hablaba ni de lejos de cambio climático, el calor era tremendo, y recuerdo que uno salía del metro sin aire acondicionado en la Gran Vía, sobre las tres de la tarde, y sentía fresco. Para escapar de una hora y media de transporte diario, yo me agarraba a la lectura afiebrada de clásicos, como El rey Lear, y así descubrí que usar los libros buenos como vía de escape de trenes abarrotados es uno de los métodos para no olvidarlos nunca.
Por alguna razón tengo muchos recuerdos de ese verano de sólo tres meses, tal vez porque descubrí el trabajo -el trabajo, casi, en cadena-, y esa es una experiencia difícil de olvidar: al final del primer día sentí la garganta cerrada y los ojos casi húmedos. ¿Así va a ser mi vida, para siempre?, me pregunté. Ahora sé que mi agobio angustiado no venía tanto del trabajo, que cuando merece la pena no asusta ni se contabiliza como tal, sino de la situación de absurdo casi existencialista: había ido a parar a una agencia de noticias para hacer sobre todo prensa rosa, que no por ser bastante más liviana que la de ahora dejaba de ser, ya entonces, porno puro y duro. Una experiencia traumática: venir de la universidad y el debate permanente (y a menudo pedante) de grandes ideas, teatro en mi caso, y viajes, y de relaciones más bien estudiantiles y despreocupadas pero bastante sinceras, para verse inmerso en un mundo enano de tías buenas y cotilleos en el que un acontecimiento podía ser la inauguración de la discoteca de una presentadora de televisión. Bolas de luces y un intenso olor a colillas de Ducados y whisky, de garrafón muy a menudo. La era del Destape… y el cinismo: mi redactor jefe, en complicidad con un productor de cine con técnicas de traficante, era especialista en conseguir la publicación, en toda esa pléyade de revistas porno que en España leen las mamás y las amas de casa, de «reportajes» de chicas estupendas, como supuestas actrices, o cantantes… antes de que hubiesen participado en la primera película o cantado siquiera bajo la ducha. Supongo que él cobraba el impuesto revolucionario pero a menudo ese verano el que escribía el reportaje era yo. Mi jefe me alargaba una foto de la chica y decía: «Se llama Sylvia y es danesa. Tres folios». Y yo, en máquinas de escribir que hacían muy pesadas para que coléricos directores no se las pudiesen arrojar a los redactores que pedían sueldos más dignos, con papel cebolla y dos copias al carbón, escribía: «Su afición son las cucharillas de plata, que colecciona. También le gusta la hípica». Y así… Tres folios. Me hacía un par de esos reportajes o tres en una mañana. Lo juro.
Al acabar el verano yo había decidido terminar la carrera, pues no tenía valor para decir en casa que abandonaba al cabo de dos años, pero no ejercerla jamás. Hubiese preferido esquilar ovejas. Y sin embargo, había hecho un trabajo paralelo que he vuelto a recordar en este verano, una vida después. Mi compañero Txema Alegre, mayor que yo y ya director de un grupo de revistas sectoriales, en este caso de la alimentación, me había ofrecido la oportunidad de escribir una serie de entrevistas con barmans y camareros. Las que yo quisiera: podía dejar un fondo preparado para que se fuesen publicando a lo largo del invierno, y el dinero que me pagaba me podía venir bien para juntar los meses.
Y así lo hice: los fines de semana me recorría la ciudad de arriba abajo, en busca de camareros que quisiesen responder a mis entrevistas de principiante, para descubrir que las disfrutaba. Entonces el hecho me sorprendió y ahora me sorprende mi sorpresa: a fin de cuentas, eran entrevistas de verdad -yo tomaba también las fotos- con gente de verdad, y si uno sabe escuchar, eso casi nunca defrauda: todo el mundo termina por tener algo que decir. Además, a su través yo percibía una historia española que comenzaba a ser interesante. El fin de la dictadura se sentía en el aire: yo la dictadura la identifico no tanto con represión, que nunca me alcanzó, sino con algo parecido al aburrimiento, aunque riésemos bastante; un país congelado en un tiempo muy lento. Y alrededor comenzaban a pasar cosas: cierta inquietud en Portugal, por ejemplo, y una Europa todavía de arte e ideas y todavía no de marcas y banqueros horteras. Es posible que fuesen esas entrevistas a las que no di entonces importancia, y el contacto más tarde con un periodismo más real y estimulante en la Transición, las que me permitieran pese a todo seguir en la profesión al acabar la universidad. Y ya entonces, bastante suerte.
En mi vida también pasaban cosas importantes. Comencé a salir con un grupo de chicas mayores que yo, por ejemplo, y por primera vez en mi vida me vi sopesado como hombre, no como estudiante. Es decir, no en función de mi simpatía o atractivo sino como posible compañero para toda una vida. Eso marca… e intimida. Ahora me hace gracia mi ingenuidad, con el tiempo me enteré de que había sido sopesado -y descartado- desde mucho antes. Sin enterarme, claro.
Y el 11 de septiembre se produjo el golpe contra Allende, en Chile, donde se encontraban, entusiastas e intentando ayudar en lo que se pudiera a la primera revolución socialista y democrática del continente -por eso mismo se la cargaron, por su peligro de contagio- mi hermano Luis Xavier y varios compañeros de colegio: el pintor Gustavo Zalamea, Ramiro Mariño, Simón Meckler… Todos pudieron asilarse a tiempo en la embajada de Colombia, y allí mi hermano hizo de testigo de la boda de Gustavo con Elba. Gustavo, gran pintor del color y de la sugerencia literaria, murió hace unos meses de una infección pulmonar remontando el Amazonas…
Lo cuento porque el proyecto de Allende fue por así decir la guerra civil española de mi generación, el lugar de encuentro de los ideales de una época. Y estos días me lo ha recordado una vez más la proyección de La Maleta Mexicana, un sugerente documental (aunque con algún error grueso y las consabidas frases hechas de algunos acerca de la guerra civil) sobre los negativos que Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, Chim, los primeros y mejores fotógrafos de guerra que se han dado, hicieron en la guerra de España y también el primer exilio, el del cruce de los Pirineos, los terribles campos de Argelès-sur-mer y la travesía marítima hacia la salvación mexicana: Gracias a su generosidad y a la lucidez de su presidente, Lázaro Cárdenas, los mexicanos se ganaron a 50.000 exiliados de la guerra, muchos de ellos muy buenas cabezas, y cómo se nota en aquel país… y cómo se nota en España su ausencia. Por cierto que los negativos de Argelès a mí personalmente me abrieron los ojos sobre la extrema dureza de algo que podría sonar como vacaciones junto al mar, y son un formidable argumento contra la censura correcta y beata que se pretende imponer, y a menudo se impone, sobre las fotos de guerra. Además de otros muchos ejemplos que proporcionaría la guerra mundial, hoy no sabríamos de aquello de no ser por fotos como estas, que supo poner a salvo el chico del cuarto oscuro de Capa, Csiki Weisz, en unas cajas -la maleta- que son ingenio y arte en sí mismo.
Otras cosas de este verano me han recordado aquel: el calor, sin duda, y también los Juegos Olímpicos. No hubo Olimpiadas aquel verano, pero recuerdo que, en mis entrevistas, una vez le pregunté a un camarero si no hacía ejercicio, en su tiempo libre. «¿Ejercicio?», recuerdo que me preguntó no sin sorna. «¿Tiempo libre? ¿Te parece poco ejercicio el que hago aquí tras la barra?». Y sí, recuerdo que lo calculé; una pequeña maratón todos los días.
Me parece que desde entonces ya no me inspiran tanto respeto las proezas olímpicas… y, en esta época donde no parece haber muchas grandes causas a la vista, y menos aún grandes causas perdidas, o al menos muchos héroes que organicen su vida en torno a ellas, la usurera y previsible contabilidad de las medallas en función de las banderas me parece siempre bastante miope. Y antigua.