Sastrería / La rebeldía
De tarde en tarde se me cruza un cable y les pido a mis alumnos de Redacción que escriban algo y que ese algo sea lo que quieran: un cuento, una noticia, un ensayo, un poema… o algo menos convencional: pueden escribir en otros idiomas o inventar uno. Escribir fórmulas matemáticas y ni siquiera es necesario que cuadren. Pueden intentar algo híbrido, hacer historieta con dibujos, e incluso contar algo con olores, o colores, o pasos de baile, si son capaces, o contarlo todo con dos o tres palabras. En fin: literalmente lo que quieran.
Pues bien: ya no me sorprendo, pues hace años que ocurre, al comprobar que lo que entregan son invariablemente ortodoxos ejercicios de estilo, mejor o peor realizados pero concebidos según las normas más tradicionales: como si mis alumnos, de dieciocho a veinticinco años, y por lo general listos, como suele corresponder a la juventud, fuesen ya notarios, o periodistas ya muy amansados por la plantilla, o poetas de premio, o escribidores de cartas de amor por encargo y peticiones al alcalde en la plaza del pueblo.
Lo cual plantea muchas preguntas y desasosiegos, pero sobre todo una: ¿Qué ha sucedido? ¿Qué ha sucedido para que los jóvenes se hayan vuelto, pese a las apariencias, tan conservadores? Reconozco que la razón puede tener que ver con lo inesperado del encargo (que un encargo así sea inesperado también habla mucho del sistema educativo), pero sin ánimo de caer en las consabidas ensoñaciones del abuelo sobre sus «tiempos», no creo estar idealizando nada si digo que hace unos años eso no sucedía. Hace unos años -para qué entrar en polémica sobre cuántos-, uno, dos o varios jóvenes se habrían arrojado sobre la ocasión, planteada también por sorpresa, para escribir algo que rompiera el orden establecido y dejara claro que con ellos no se podía contar para «perpetuar el sistema pequeño burgués caduco» en vigencia, o alguna rebeldía semejante. Más o menos como Rimbaud, que todavía adolescente cambió la poesía moderna con «Le bateau ivre». (Poema que, según compruebo una vez más, me sigue costando no poco comprender).
Con toda la intención de evitar el pedagogismo, paternalismo, buenismo y demás ismos propios de esta época (y tan distintos de los clásicos de las vanguardias), habrá que reconocer que de los jóvenes es como máximo una pequeña parte de la culpa, y que algo tendremos que ver los adultos en este sistema sin rebeldes: parecería que han triunfado las teorías más de orden, para llamarlas de algún modo, y que la universidad no es ya más que el último eslabón de la cadena de montaje en la que se crean los ciudadanos de provecho. Lo cual está muy bien pero resulta un poco melancólico. ¿No hace falta algo?
Sería como mínimo pretencioso intentar localizar en un pequeño apunte un problema tan complejo que merecería una novela. Pero poco a poco se me han ido imponiendo algunas posibles causas por encima de otras: Primero, que nos han dado un cambiazo; visto que la experimentación, la búsqueda y el ansia de vanguardia es inherente al hombre, o yo así lo creo, nos han hecho creer que está en los nuevos aparatitos que consumen buena parte de nuestro tiempo, la publicidad, las aplicaciones, las pantallas, y que en última instancia ayudan a modelar receptores pasivos y rebotadores de mensajes, no creadores. Y segundo: la nueva superstición dominante de la eficacia a cualquier precio. Qué experimentación puede haber en carreras de tres años y másteres de pago como las que pretenden imponernos (y me temo que nos impondrán), en las que sólo hay espacio para Lo Útil. Igual sucede en el cine, la novela y hasta en la poesía, donde se premia la «que conecte con todo el mundo».
¿Será necesario repetir que si el mundo se ha movido hacia alguna parte ha sido siempre -siempre- porque a alguien se le ocurrió en primer lugar una extravagancia? No por ello creo que el fenómeno sea «igual que siempre», aunque lo parezca. Todo lo cual, más que inquietante, resulta directamente miedoso.