Sastrería / El ritmo
Cuando regresé a España para entrar en la universidad, después de pasar mi adolescencia en Colombia, me dediqué con intensidad al teatro, no tanto por nostalgia del magnífico que había hecho allí de la mano de un genio francés, Marceau Vasseur (representábamos a Ionesco, pero también a Rius, el historietista mexicano), sino por pura y física nostalgia del baile. Pues en Colombia, en aquellos años previos a la salsa, que fueron los de las grandes orquestas y la música caliente, todo se hacía, y se hacía mucho, en torno al baile.
Y la prueba de ello es que el teatro que hice en la universidad tenía, al menos al comienzo, más que ver con el cuerpo que con la voz. Reconvertido de la actuación a la dirección y la autoría, y por la misma razón fundamental de añoranza del baile, durante tres años y tres montajes me dediqué a encontrar no sólo los temas de los que quería hablar sino de modo principal una poética; y dentro de esta, algo principalísimo: un ritmo. Mi ritmo. O lo que es lo mismo, me dediqué a averiguar cómo quería bailar en mis obras de teatro, que empezaron siendo muy teatro del cuerpo para evolucionar luego lentamente hacia el texto… pero ya con cierto ritmo en el ADN, con cierta versión propia de la gramática del cuerpo.
Con el tiempo no he hecho sino confirmarlo: puede que el ritmo no sea el alma de un texto, pero sin duda se sitúa cerca, y no hay un sólo buen escritor en el mundo -del escueto y rítmico Hemingway a Proust circunvalar, de un García Márquez que no es comprensible sin la música de su letra a un Faulkner de escritura evocadora y cubista- que no dé testimonio de ello, e incluso de forma explícita: Shakespeare dice en alguna parte que los textos avanzan al galope del caballo de los versos y Saint-Exupéry, autor del francés más refinado del pasado siglo, decía que prefería una falta de francés (que él cometía) a una de ritmo. No otra cosa era lo que él buscaba en sus largas horas de edición, o si se prefiere, de las precisas restas con que sometía sin contemplaciones a sus textos.
A veces me entran sospechas de si esta fe en el ritmo no me vendrá por deformación profesional de los años que pasé en el periodismo, un mundo organizado en torno al ritmo: desde la cadencia de un telediario al sistema periódico que arma, como su nombre sugiere, cualquier periódico. Pero pronto le quito malicia a la sospecha -bienvenida sea esa fe, en cualquier caso- en la primera sesión de lectura: si la aplazo, cosa que cada vez hago con menos remordimientos, es muy a menudo porque el libro falla en ritmo. Si no, es fácil que entre sus virtudes figura el que se puede bailar. Un texto que no se pueda bailar -y las posibilidades de baile son muy, muy numerosas-, un texto que no se pueda bailar está condenado a quedarse sentado durante toda la fiesta.