– ¿Estás hablando en serio?
– Por completo, le dije, todavía extrañado por la pregunta (ahora ya no).
– Pero si escribe en francés…
– ¿Y?, le dije.
– Y fue ministro de Felipe González…
En esta conversación, que mantuve un verano de hará unos veinte años en una cena en un jardín de Asturias con quien es hoy subdirector de un periódico nacional, se concretan los dos prejuicios que en vida relegaron a Jorge Semprún en España, pese a las apariencias, a un ostracismo literario no declarado. Y que me temo continuará cuando hayan terminado los Gloria y le hayan puesto alguna placa en una calle y su nombre a algún instituto. Pero hasta ahí. No creo que los prejuicios -esos prejuicios- vayan a cambiar como para liberar a Semprún de los clichés que ya le sofocaban en vida (no en Europa, donde ha sido un escritor de referencia, como los de antes), y le empiecen a enseñar en serio en aulas de cualquier nivel. Y no es probable que alguna biblioteca de Instituto Cervantes lleve su nombre: ya se perdió la oportunidad de premiar con el Cervantes al más cervantino, por universal, de los escritores españoles del último medio siglo.Pero… ¿a quién le importa? Si menciono los premios no es para recordar a estas alturas que la nobleza literaria tiene poco que ver con ellos sino para explicar que se prestase a ganar dos, entre otros -el primer Formentor o el Planeta,-, algo un tanto chocante en un escritor que parecía en las antípodas de la literatura de premio y todo lo que eso supone en España. Se explica un poco en las memorias de Carlos Barral: el Formentor (que conllevaba la publicación en varios idiomas) fue para darle músculo a El largo viaje justo cuando Semprún se disponía a irse de un Partido Comunista todavía soviético, algo que entonces, primeros sesenta, no se hacía impunemente. Y el Planeta (un montón de dinero) para respaldar las Memorias de Federico Sánchez, el libro en el que relata, justamente, su salida del PCE, y cuando éste todavía tenía el poder de colocar etiquetas no visibles, que son las que pesan.
Hasta aquí la crónica social. Pues a mí lo que me interesa es la música de Semprún, esa intuición genial, contemporánea como pocas (y cinematográfica) del vaivén de la memoria y el tiempo, del presente al pasado y al futuro, en El Largo viaje. Que además tuvo enorme influencia. Su talento de dramaturgo, y de pintor para contar con enorme visibilidad y simbolismo con trenes, palabras, ataúdes, números, chimeneas… Su ambición al no conformarse con menos que la lúgubre epopeya central del siglo, y otros temas decisivos en sus guiones. Una libertad en la escritura casi chocante, y adelantada tres o cuatro décadas, que se podía permitir por su conocimiento de las lenguas, literaturas y filosofías francesa y alemana, algo infrecuente en el paisaje español: siempre le recordaré, en una de las dos ocasiones en que le entrevisté, recitando a Aragon: «Mon bel amour, ma déchirure, je te porte en moi comme un oiseau blessé…», y neutralizando unos instantes la pompa burocrática en su despacho de ministro. Y por último pero en primer lugar, el hecho de haber sido, no sólo un escritor de acción -qué diablos, también se puede escribir de fútbol tras haberlo jugado-, sino haber participado en la peripecia central del siglo: los campos de exterminio. Aquella por la que el siglo XX será recordado para siempre, qué le vamos a hacer. Y no como testigo, como se dice, sino como actor: resistente, preso en Buchenwald, superviviente y escritor, y además intérprete a través de la creación: qué más acción que esa. Una experiencia tan fuerte que tuvo que esperar veinte años para que su recuerdo y escritura -un modo de vivirlo otra vez- no le devorase. A eso se refiere el título de su segundo gran libro.
Creo que de Semprún recordaremos El largo viaje y La escritura o la vida: no necesita de más. Ambos -como casi toda su obra- cuentan la misma historia. Igual que Primo Levi con Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados, tratan de lo mismo, fueron escritos con años de diferencia y el segundo con mayor profundidad, el primero con mayor frescura. Sobre los campos se ha escrito mucho, al igual que sobre el Gulag, pero a las obras de Semprún y de Levi se regresa. No porque revelen más sino por la solvencia con que lo hacen. ¿Cómo se puede hablar de lo innombrable, de lo indescriptible, de lo imposible sin estridencias y a la vez con una música que de algún modo reconocemos como verdadera? Ellos lo hacen, inventando casi esa escritura para aclarar una zona en penumbra del ser humano, de la que no teníamos noticia… o la habíamos olvidado en una remota zona de la Historia.
Por todo ello resulta casi pintoresco que se le reprochara escribir en francés o haber sido agitador o ministro. O que se le pida el pasaporte. Reproches de burócratas. De los que viven de las fronteras.
Primera versión de este texto en Letras Libres Nº 118. Julio 2011