Me parece que el recuerdo más remoto que tengo de Gustavo es la vez que le vi leyendo un libro en el momento en que los demás regresábamos de bañarnos en el río. Y no era cualquier río. No recuerdo su nombre pero el que atravesaba San Luis, la finca de Carlos Schloss en los Llanos Orientales de Colombia, guardaba tembladores: un pez eléctrico; güios: la boa americana; y rayas, cuyo latigazo en el empeine podía hacer llorar de dolor a un vaquero curtido. Lo sé: lo vi una vez. Y el libro que leía Gustavo no era cualquier libro, al menos no a esa edad. Era, lo recuerdo muy bien, uno sobre la Revolución Francesa. Debíamos de tener unos doce o trece años y estudiábamos todos en el Liceo Francés de Bogotá. Y todos los demás eran amigos desde el jardín de infancia y yo, llegado no hacía mucho de España, era un novato en el sol del trópico, que abrasa sin avisar, emboscado en la calima. No sé si fue en esas vacaciones o en otras cuando me quemé la espalda de tal modo que el médico, en una capital fría encaramada en Los Andes a casi tres mil metros de altura, se creía apenas que eso lo pudiese haber hecho el sol. Guardo de San Luis el recuerdo deslumbrado por una América salvaje que hoy me parece casi un invento imposible de la memoria, del mismo modo que me parece imposible que Gustavo haya muerto en julio, a consecuencia de una infección pulmonar contraída mientras remontaba el Amazonas hacia Brasil, en un viaje largo tiempo deseado.
Gustavo, que tenía la curiosidad elegida por los antiguos como la definición misma de la juventud; pero no la de la piel sino la del espíritu.
O tal vez no fue ahí. Tal vez fue la vez en que la balsa-llanta de tractor en que atravesábamos un río crecido por el invierno volcó, la corriente arrastró con violencia la rueda y a todos nosotros agarrados a ella como la cola de una cometa, y el sacudón cuando se tensó la otra cuerda por el árbol a la que estaba amarrado ese pontón rudimentario no nos arrojó al agua para ahogarnos porque hay un Dios y estaba ahí. Así comienza Trampas para estrellas, una novela sólo en apariencia fantástica: con esa historia real.
Luego los recuerdos dejan de ser de acción y se remansan en una de las aulas del colegio, en la 87 desde la 7ª, la calle más bella del mundo antes de que ahí llegara también la Internacional del Ladrillo, que está escrito llegará a todas partes. Eran unos años hoy tan inverosímiles, lentos y pacíficos que teníamos tiempo hasta para hacer mapas, y los de Gustavo eran sin duda los mejores: exactos, balanceados, no pistas para urbanizadores de montañas o rastreadores de ríos sino para colgar en la pared como paisajes. Eso debiera haber servido de aviso, pero no: con la pesada circunstancia de que era el nieto del poeta Jorge Zalamea, el autor de El sueño de las escalinatas pero también el traductor de Pájaros, de Saint-John Perse, e hijo y sobrino de escritores, en el país de los abolengos y dinastías gobernantes, dábamos por hecho que Gustavo sería escritor o no sería.
Deberíamos habernos fijado en su letra. De escritor, sin duda, pero también de artista: de los que perduran. Estoy convencido de que un calígrafo neurótico y puntilloso sería capaz de detectar su influencia en la escritura a mano de casi toda la clase. En la mía, sin duda, y se lo agradezco. Según confesiones posteriores, le debo alguna que otra conquista de la época en que los hombres y las mujeres se escribían cartas. Cuando las muchachas me conocían se fugaban, asustadas por mi voz de ogro, pero al principio -estrategias de ogro- las seducía con mi letra.
Luego Gustavo se volvió pintor y en una sola noche dejó a la ciudad con la boca abierta con sus primeros cuadros de ballenas varadas en el Centro, casi otra ciudad pero el barrio desangelado que él prefería, aunque sólo fuese para llevar la contraria. Nadie las había visto nunca pero los que tenían ojos para ver, y no sólo para confirmar, se dieron cuenta de que estaban ahí, o deberían haber estado desde siempre. Entonces todo el mundo recordó que era hijo de Marta Traba, la crítica de arte de ese momento en Colombia, pero yo no estoy tan seguro de esa causa. Y aquí no tiene que ver el hecho de que Marta me atribuyese la responsabilidad de ser el culpable de que su hijo se corriese la primera gran juerga de su vida. Esa que deja con un atónito guayabo, una descomunal resaca durante una semana y se recuerda toda la vida. Y sólo porque fue en mi casa, aprovechando una ausencia de mis padres, y luego acompañé a Gustavo a su casa, con otro amigo. Una trastada de chicos que por otra parte jamás repetí. Parece una mala película gringa pero de esas minucias está también llena la vida de los grandes. Bien: desde esa noche infausta fui para Marta la «mala influencia», una de esas que a las madres les encanta buscar para atribuirles hasta los suspensos de sus hijos en matemáticas.
Yo por el contrario creo que la pintura de Gustavo proviene sobre todo de sus lecturas, y no sólo porque respire literatura por los cuatro puntos. Y digo «literatura» en el buen sentido de la palabra, no el de que «cuenta historias», que es lo que habitualmente se entiende por «pintura literaria» y los pintores con razón rechazan. Lo digo en el sentido de que muchos de los cuadros de Zalamea son sobre todo dramáticos y los valores que entran en juego son literarios -la ballena blanca, en este caso negra-, o si se prefiere, simbólicos. Prometo no meterme en la jeringonza habitual de la crítica de arte, el castigo que le envió Dios a los artistas para rebajarles la soberbia y alejarles a los admiradores, pero no deja de ser sintomático que muchos de los cuadros de Gustavo incorporasen a un sujeto visto de espaldas, con la característica mala postura de Gustavo desde niño, pintando sus cuadros como si los escribiera. Y así lo hacía, me parece, y no es casual que en muchos escribiese misteriosos mensajes con su escritura clara de maestro artista.
Creo además que esa pintura de escritor se forjó sobre todo, no en su casa de poetas y pintores de visita, sino en el colegio. Por extraño que hoy resulte, era un colegio en gran medida literario, con maestros -Vasseur, la Boyé, Dubouillh, Restrepo- que nos marcaron para siempre con la lectura de autores que no perdonan, de Molière, Hugo y Defoe a Balzac, Stendhal y Camus, de Ionesco y Beckett a Saint-Exupéry, el otro, no sólo el del Pequeño Príncipe. Tengo una prueba, pequeña pero de autoridad. No sé si fue Vasseur o Lebot quien años después me dijo un día: «Tenía un buen termómetro: si Zalamea me prestaba atención, es que estaba diciendo algo. Si no, es que decía tonterías».
Y tengo otra. En las conversaciones que mantuve con Gustavo a lo largo de los últimos cuarenta años en mis ocasionales viajes a Colombia -él era uno de los amigos cuya conversación me hacía cruzar el mar-, la charla era rara vez sobre sus cuadros y sí en cambio sobre mis libros, que conocía bien, incluso los herméticos por exceso de ensimismada ambición –Fin del viento lo leyó en manuscrito- a los que siempre encontraba algo interesante. Una habilidad que por lo general no señala tanto un buen libro sino que descubre a un buen lector. Y por sorprendente que pueda parecer, no hablaba tanto de arte, al menos conmigo -y además creo que tenía ideas para mí discutibles, como por ejemplo su retórica estima de Botero, mito de bulevar en cuya construcción su madre fue decisiva, aunque es verdad que al comienzo sí era interesante-, sino que hablaba de letras, imaginación e ideas -esto es, de literatura- con la suave autoridad de un maestro. Yo en todo caso le escuchaba con atención y a menudo me sorprendía su perspicacia. Y le escuchaba hablar, le interrogaba, sobre la situación en Colombia -un país fácil desde lejos y sumamente complejo y misterioso desde cerca-, y sus ideas no eran izquierdismo, como se suele creer, sino pura cultura política e histórica, sentido común, lucidez y compasión.
Sin duda ayudaba el que las conversaciones fuesen siempre en su casa -siempre: eludía sin alharaca pero con tenacidad los barrios residenciales del Norte-, casi en el Centro, en la falda de la montaña, por los lados del Bosque Izquierdo. La casa de un artista, sin la menor duda: Había fundido dos o tres pequeñas casas. Gran jardín para dejar entrar la luz trágica de Bogotá a través de ventanales de dos plantas o más, y sin cortinas. Claro está, un frío del carajo por las noches, ruanas y algunas chimeneas, como en una finca de la Sabana. Toda la planta baja era diáfana, en varios niveles, con sus mejores cuadros a modo de mamparas. Y luego el resto de la casa estaba distribuido en apartamentos a razón de uno por cada miembro de la familia: quien quería salir a llevar vida comunal, lo hacía. Y quien no, pues no. Casi una fórmula patentable para mantener familias unidas. Al menos familias de artistas. Y por ahí circulaban varios perros y al menos un gato, todos recogidos en la calle y alguno peligroso tras una vida cruel, que él mantenía manso con su sola presencia.
He querido mostrar uno de los cuadros que colgaban en el bufete de mi hermano Luis Xavier, que era uno de los dos grandes coleccionistas de Zalamea y se especializaba, muerto de risa pero también conmovido, en los cuadros más grandes y difíciles de colgar por su tamaño o por la delicadeza de los materiales. El cuadro amarillo vertical que Zalamea reproduce en el otro de colores naranja, rojo y gris cielo de Bogotá justo antes de la tormenta colgaba en la casa de mi hermano y está pintado sobre un papel casi transparente. Y lo he hecho no sólo porque ese cuadro de montañas verdes me hipnotiza, incluso con un océano de por medio, sino porque a ambos los unía una amistad peculiar y única: mi hermano fue testigo de la boda de Gustavo con Elba, cuando ambos se casaron, todos ellos refugiados en la embajada de Colombia en Santiago de Chile, en los días siguientes al golpe de estado contra Salvador Allende. También estaba presente Ramiro Mariño, a quien escribí para darle el pésame cuando supe de la muerte de Gustavo.
Los otros cuadros que aquí muestro son todos los que me regaló a lo largo de los años, o le compré, por cierto que a precios decentes no sólo por ser yo: tenía una visión honrada del oficio de artista, alejado de los especuladores que tanto sabotean la comunicación entre los pintores y el público, a menudo cómplice porque, no sin ingenuidad, cree estar comprando oro. Y, aunque sin duda muy conocido -fue durante años profesor en Bellas Artes- y el presidente envió un avión militar a buscar su cuerpo en el Amazonas, tal vez la razón de que Zalamea no goce todavía en Colombia de la reputación de gran artista que se merece es que lo era.
MIRADA SORELA
La pintura de escritor de Gustavo Zalamea
Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados
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