MIRADA SORELA

La alegría de Carlos Pellicer

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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Descubrimiento del paisaje

«Los recuerdos, sabemos, cambian todo el tiempo. Ya lo decía el filósofo preocupado también por la higiene : no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Los que cocinamos, también sabemos que nunca preparamos una receta del mismo modo.
Ahora recuerdo cuándo y dónde descubrí el paisaje. Yo no cumplía cuatro años, este dato lo compruebo porque todavía vivíamos en las calles de Sonora, en la Condesa. Como no teníamos coche, la única oportunidad de salir al campo, eran los cuadros de mi casa o los que me deslumbraban en la biblioteca de mi tío Carlos. El valle de México, a través de los ojos de Velasco y el Dr. Atl. Ni más ni menos. Yo veía y miraba y no acababa nunca de mirar aquellos paisajes infinitos, desbordando la luz incomparable de este valle, la luz que, decía mi tío, se puede tocar con la yema de los ojos.
Pero un buen día se habló de un viaje en ferrocarril, a Uruapan, la tierra de los abuelos maternos. Al fin conocería frente a frente aquel misterio radiante del paisaje.
Por la noche llegamos a la vieja estación de Buenavista. Destartalada y misteriosa, más para mí que descubría paso a paso todo aquel mundo. Caminamos hasta los andenes y enseguida encontramos los últimos vagones, los «pullman», donde pasaríamos la noche. Una vez ubicados los lugares, guardamos los equipajes bajo los asientos y mi papá nos hizo bajar nuevamente al andén para recorrerlo hasta la «punta» del tren, señalándonos los vagones de primera y segunda clase, el vagón correo y finalmente la carbonera junto a la máquina, aquel montón de fierro , fuego y vapor, un monstruo de pesadilla que me llenó de miedo. Don Juan nos hacía ver las ruedas enormes, los émbolos y las complicadas piezas de la endiablada maquinaria. Yo acabé paralizado y me quedé, sin darme cuenta, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Mis papás y mi hermano caminaron de regreso y yo permanecí, inmóvil y ausente. Cuando reaccioné y miré a mi alrdedor, no encontré a ninguno de los míos. En un instante me supe perdido y un relámpago de angustia me traspasó. ( Muchos años después reconocí en «El grito», de Munch, el retrato exacto de aquel momento ). Eché a andar entre el terror y la oscuridad , rodeado de vapores y rostros desconocidos, hasta que, unos metros más allá – segundos de eternidad –  distinguí las figuras de mis papás y mi hermano que ni siquiera habían notado mi retraso.
Por fortuna no todo sería angustia en ese viaje. Me esperaba el otro lado de la moneda.
Al poco rato el tren arrancó y vimos pasar, primero lentamente, caras, luces, letreros y mientras aumentaba la velocidad, más luces, automóviles, esquinas, postes, luces y más postes, fragmentos de casas y edificios. ¡La emoción incomparable del viaje! Todo quedaba atrás, nosotros íbamos hacia adelante, hacia la noche, hacia lo desconocido. Yo sabía que pronto, de un momento a otro, desparecerían las construcciones y las calles, para dejar ver, al fin, árboles, campos y montañas.
Mientras mi hermano y mi papá hacían toda clase de maromas para acomodarse en la cama alta, mi mamá y yo nos organizábamos «cómodamente» en la cama baja.  A regañadientes acepté bajar la cortina de la ventana, ponerme la pijama y acostarme a dormir. ¡Qué desperdicio!
A medianoche desperté. El traca traca del tren me ubicó de inmediato. No había más que oprimir el mecanismo de la cortina y encontrar el tesoro. Apenas se alcanzaba a distinguir el campo informe, casi negro, bajo un cielo de tinta. Pero ahí estaba el paisaje, sólo para mi. No duró mucho, unos cuantos segundos mientras mi mamá despertó e inició el siguiente, breve y terminante diálogo.
-¿Para qué abres la ventana?-
-Para ver el paisaje.-
-¡Pero si no se ve nada!-
En mi silencio dejé claramente expuesto mi punto de vista, diáfano e incomprensible para ella. Yo lo veía todo, ella, nada. Bajó la cortina. Regresamos al sueño.
Un enésimo empujón me despertó. Toda la noche había sido una cadena de frenazos abruptos y arranques imperceptibles. El tren volvía a ponerse en marcha. Abajo de la cortina se filtraba una rayita de luz. ¿Habría amanecido?   Volví a levantar la cortina. Y ahí estaba el milagro, el milagro iluminado.
Rodábamos junto a las orillas del lago de Pátzcuaro. La mañana gris hacía más de plata la superficie intacta del lago, pareciera que nunca nadie hubiera tocado aquel inmenso espejo. Los cráteres que lo rodean desplegaban su arquitectura personalísima de pirámides truncas, en violetas y azules que se copiaban perfectos en la líquida pantalla. Era difícil creer lo que se veía por la ventana. Mi mamá protestó, inútilmente. Al asomarse a la ventana guardó el necesario silencio. Seguro que me abrazó, me besó y su sonrisa de ojos verdes fué el mejor acompañamiento para el cuadro.
En Pátzcuaro el tren paraba una media hora larga, para desayunar. Un frío boscoso, de «azul bufanda», como decía el poeta, tonificaba al pasaje bastante traqueteado por la mala noche.
De regreso al vagón pullman, el «pórter» de saco de algodón blanco y botones  dorados, con su gorra de visera con ecos militares de otros tiempos, terminaba de recoger sábanas, cobijas y almohadas, retiraba las pesadas cortinas que aislaban del pasillo los provisionales lechos y restauraba los asientos que se habían desplegado por la noche, a su formas originales.El terciopelo fuerte y gastado de los sillones, ofrecía una comodidad de clase…media. Mi papá y mi hermano se habían demorado conversando con algún compañero de viaje, mientras mi mamá y yo ocupamos nuestros lugares, frente a frente, junto a la ventana. A lo lejos, por entre los fresnos y eucaliptos que desplegaban toda la gama imaginable de verde y azules, se recortaban los destellos del lago. Yo no podía ser más feliz. Y entonces supe cual sería mi camino. Intenté ponerlo en palabras.
-Mamá, yo creo que soy muy pintoresco…»
Carlos Pellicer López.
Las Lomas, mayo del 2011