La chica que iba a mi lado ha dejado caer la mochila… y no la ha recogido. Esa ha sido la primera señal, que ha confirmado lo que me estaba temiendo… El chico que la acompaña ha hecho amago de recogerla, y ella le ha dicho algo en un idioma que no conozco pero que claramente quería decir «déjala, no vale la pena», y le ha mostrado la botella de agua, en la que aún quedaba un resto, como si eso fuese lo único digno de ser salvado.
Suerte que tienen. A mí hace rato que no me queda nada, lo he sudado todo y ahora voy con las reservas. Y ya he pillado miradas de codicia, hasta de odio, hacia quienes todavía tienen agua. No muchos se atreven a beber la suya, un gesto apenas consciente que era trivial hace no mucho y ahora es hasta peligroso. Lo que tienen agua miran con recelo, por algún tipo de sabiduría heredada, pues no puede ser que hayan vivido algo así. Saben que desde hace un tiempo esto comienza a ser peligroso.
¿Cuánto tiempo? No lo sé y además no tenemos tiempo de pensar cuán peligroso es -eso es lo que sucede en las guerras-, cuando un señor que no parecía muy mayor se pasa la mano por le pelo, como para retirar el sudor, y retira sudor pero también el pelo, que se le enreda en la mano. Todo o casi todo el pelo. Cualquiera diría que es una peluca pero no, porque el hombre se ha quedado estupefacto. Se mira la mano con la misma sorpresa que si el pelo le hubiese crecido ahí, de la noche a la mañana. El hombre se olvida de moverse y se queda detrás. La multitud le devora. Quién sabe si será fusilado.
Sí, en principio no está previsto que se castigue a los que se rezagan, ni que estos queden a merced de las tribus locales que miran desde los bordes, con el claro deseo de robarles su agua o su sombrero, objetos valiosos aunque estén sudados. (Incluso más valiosos si están sudados gracias al fresco que se siente sobre la frente al ponérselos). Pero nunca se sabe. Eso es lo que tienen las guerras, que las cosas cambian a toda velocidad: a mí me dijeron que no haría cola -y por eso pagué una entrada de precio exorbitante, la más cara que he pagado nunca por entrar en un museo (y he entrado en casi todos)-, y sin embargo aquí estoy, junto a otros refugiados, siguiendo a una Juana de Arco, vestida de blanco, que enarbola una suerte de pendón blanco y amarillo.
Más adelante, una señora se desinfla. Sí, no sabría decirlo de otro modo. Una señora gruesa, con sujetador de copa 56, más o menos, lanza una pequeña exclamación y, cogiendo la mano de su compañero, hace que toque su pecho izquierdo. El hombre toca y lo que se ve en su cara es algo a caballo entre la sorpresa y la desilusión. En efecto, ahí no hay nada.
– Il a disparu, dice la señora francesa. Y se corrige: «¡Il est fondu!» (¡Se ha fundido!), pero no sé al fin en qué para el asunto porque nuestra columna avanza, avanza a cualquier precio en nuestra carrera contra el sol.
Caminamos a lo largo de una pared que parece una muralla -¿la frontera que separa el Vaticano del resto del mundo?-, y a la muralla no se le ve todavía el fin cuando las cosas se precipitan: a una señora se le zafa un zapato, que no recoge, avanza unos metros más y se le zafa un pie con un crujido que se abre camino a través del sol hasta mi espalda, donde me organiza un escalofrío. «Ni un paso más», dice la señora (como si tuviese elección). «Los museos Pontificios me …», y aquí una expresión romana que no sé cómo se escribe.
Nosotros, la muchedumbre, apenas reparamos en ello porque un hombre muy alto, tipo danés o algo así, ha ido disminuyendo a cada paso, como si él bajara por unas escaleras cavadas en mitad de la acera sólo para él. Algo un poco raro, para mí, que voy detrás y compruebo que no hay escaleras: es que el tipo está hecho de una sustancia gelatinosa que se ha comenzado a derretir, un poco como un helado de cono cuando no tienen una lengua que les vaya corrigiendo a toda velocidad las arrugas que se les multiplican por el calor.
¿Sigo? Habíamos salido una multitud, fuimos quedando en grupo y más tarde en soldados heroicos, saltando cuerpos y arrantrándonos para cumplir con nuestro deber: entrar en el museo, justificar el precio más caro jamás pagado por ver unos cuadros, incluso cuadros de dioses y de Papas y de mártires. Los que quedamos no sólo éramos más pobres sino también más flacos, más enanos. ¿He dicho ya que algunos, incluso, desaparecieron? Menguaron, se fundieron, se hicieron charcos sobre el pavimento del Vaticano justo antes de evaporarse. «Disparutti»·, se pondría en sus fichas policiales. Por lo visto, se producen casos, sobre todo en verano.
No sé cuántos al fin llegamos, entre otras cosas porque nuestro grupo se reunió con otros supervivientes de otras ofensivas y desembarcos lanzados desde otros sitios en los alrededores del Vaticano, incluso en río, y cuando llegamos a la Capilla Sixtina, de pura emoción, me puse a llorar.
Emoción por la grandeza de Miguel Angel, sin par, pero emoción por la grandeza de mi hazaña, que conseguía emocionarme cuando ya no tenía ni pies, ni pelo, ni brazos, ni boca para ponerla redonda, ¡oh!, como otros más fuertes que yo la conseguían poner. Yo sólo conseguía llorar con un ojo, el otro se lo había llevado -ya cegado de todas formas- la riada de sudor en la que no pocos se ahogaron.
El Juicio Final se veía entre una niebla de lágrimas que tal vez fuesen de arrepentimiento. Y a lo mejor era ese el sentido de esa expedición de castigo, que al fin sabíamos contra quién era: contra nosotros. Nosotros éramos los culpables y también los verdugos.