MIRADA SORELA

Cena de invierno. Un instante

Apartado: Siete años de Blog

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p.S Clara Müller (Dibujo en Ipad)

No ha terminado con el primer plato -el consomé de Lhardy, un resto arqueológico líquido del Madrid del XIX- cuando intuye que ha hecho mal en aceptar el encargo que le hicieron hace tan sólo un par de días.

-¿Salir a cenar con Clara Müller?, repitió por el teléfono. No creía haber oído bien.

Sí, ese y no otro. Clara Müller daría una conferencia en la Residencia de Estudiantes, y luego sería demasiado tarde para tomar un avión a Londres donde reside en la actualidad. «Y sinceramente» -le dijo su amiga editora- «no sé qué hacer con ella».

– ¿Y yo sí?

– Bueno, tú eres corresponsal de guerra.

Inexacto, por no decir falso: ya los hombres que perdieron una pierna en la última guerra que había cubierto  tienen extremidades de plástico, y los héroes y los muertos son  recordados por muy pocos.

Pero las objeciones de su editora resultaban comprensibles: La leyenda dice que Clara Müller es insobornable como un león. Sus diagnósticos sobre casi todo no se pueden comprar y tras ellos los problemas sobre los que se inclina quedan abiertos en canal como un cuerpo en un quirófano. Cuando los usa, sus adjetivos son tan contundentes que, tras ella, quedan inservibles para ser usados por otro. Aunque usa pocos: su prosa a caballo de la filosofía, la lingüistica y la sicología, una prosa posmoderna, apenas necesita de adjetivos, que para buena parte del pensamiento triunfante de todas las épocas no es más que un síntoma de debilidad. Y sus ojos brillan hasta en las hojas del periódico.

Y sin duda brillan al otro lado de la mesa de Lhardy, en mitad de un silencio decimonónico que no interrumpe ni un lejano ruido en la cocina. A las diez de la noche de un martes  de crisis en Madrid, ellos son los únicos comensales, y afuera hace tanto frío que ni siquiera han salido los  fantasmas de políticos barbados. Según dicen, están subvencionados para escoltar a los camareros por entre las mesas de Lhardy, el restaurante inmencionable sin que alguien recuerde que allí, a lo largo del siglo XIX, en torno a su cocido legendario se conjuraban los conspiradores.

Pero allí, esta noche, no hay nadie más que ellos y los ojos oscuros de Clara Müller parecen irradiar más luz que todas las arañas juntas, encendidas a medias, por otra parte, para ahorrar en estos tiempos de nueva pobreza. Y ahí, frente a esos ojos oscuros que parecen destinados a conducir y penetrar la noche, ahí es cuando el corresponsal de guerra comprende que tal vez ha cometido un error de cálculo, algo que nadie involucrado en una guerra se puede permitir. Ya lo intuyó al llegar con dos minutos de retraso -2, de reloj-, y encontrársela sentada en el centro de la rotonda del Palace, esperándole. En ese momento, hará media hora, el corresponsal recordó una vez más que en un frente de guerra es mejor evitar las sorpresas.

Pues, salvo por los ojos, Clara Müller parece cualquier cosa menos una filósofa, una lingüista, la crítica de cine (por llamarla algo) que nos ha enseñado a leer el otro idioma en el que también están escritas las películas. Para empezar, está vestida en tonos negros y rojo cardenal, a tono con el frío y con la noche. Su falda es de terciopelo negro y sus medias, de un gris profundo, brillan tenuemente y dibujan unas piernas que desde luego no son ninguna abstracción filosófica ni artificio de lingüista. Sus zapatos son de charol y también brillan. Como el banco en el que se sentaba era bajito, todo ese conjunto, entrelazado, se inclinaba hacia un lado, como hacen las modelos.

En Lhardy no hace calor pero ella lo incorpora prescindiendo del abrigo y quedándose con sólo una blusa de seda que parece hecha para una cena en una casa de Varsovia con grandes chimeneas. Desde una cercanía que alcanza a ponerle nervioso, el corresponsal observa unas manos con unas uñas bien pintadas con un color sangre de toro, un lapislázuli oscuro y profundo engastado en un anillo antiguo, de buen gusto, y un perfume a juego con un pelo negro y sedoso, peinado de forma que Clara Müller parece diez años más joven. ¿Más joven que cuánto? No se sabe, pero en todo caso más joven. Gracias a ese pelo del sur el corresponsal recuerda que Müller no es el verdadero apellido, y quizá Clara tampoco sea el verdadero nombre.

Todavía no han terminado el consomé, que hace las veces de calefacción en Lhardy y en todo restaurante histórico que se respete, pero el corresponsal de guerra tiene la impresión de que en algún momento la batalla ya se ha decidido, y sin disparar un tiro. Y no sabe qué hacer.