MIRADA SORELA

Secretarias en archipiélago

Apartado: Siete años de Blog

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p.S
Entrábamos antes para coger un «buen puesto», como en un concierto.
Pero no era un concierto. Era nuestro trabajo.

Lo que más nos molestó fue no tener ya ceniceros individuales sino una gran concha de diseño y con el cerezo de la empresa en el centro de cada grupo de mesas. Las habían acercado de modo que ya no te sentabas a tu mesa sino a una enorme y rectangular. «Puede ser divertido», dijo Ángela pensando en la conversación del café. Pero la nueva distribución pensada para el trabajo en grupo se convirtió en una pelea por el cenicero: para alejarlo, los no fumadores, o para acercarlo. Pedimos más pero no nos dieron. «Es el diseño de la marca», nos decía una portavoz de la dirección -pachulí caro a tres metros y laca en el pelo- igual que en tiempos habría dicho «así está escrito en El Libro». Además lo de «tu mesa» se había convertido en un concepto arcaico, como las máquinas de escribir o el papel carbón, pues nos sentábamos según fuéramos llegando, siempre en torno a nuestra gran mesa. Al tercer día ya entrábamos antes para coger un «buen puesto», como en un concierto. Pero no era un concierto. Era nuestro trabajo.

Cerraron la cafetería e instalaron microhondas para propiciar, decían, que comiésemos «sana comida de casa». Y en el pasillo pusieron máquinas de café y de tabaco, aunque con precios más altos que en la calle. «Es para ayudar a combatir el tabaquismo», dijo la portavoz, cuya voz sensual y gruesa se debía, corría el rumor, a fumar puros en un reservado clandestino con los superjefes.

Y eso fue lo que fue nos desapareciendo poco a poco: los privilegios. De la cesta de Navidad se fueron cayendo el sucedáneo de caviar, las almendras garrapiñadas, el turrón, el whisky y el cava Freixenet, por ese orden. Se la sustituyó con talonarios con descuentos para fin de semana en hoteles de cuatro estrellas, después con un roller-ball y una agenda de la empresa, más tarde con un sólo bolígrafo y luego con nada. Lo mismo con la paga de beneficios. Las extras también fueron menguando hasta lo de ahora.

No era algo que nos afectase sólo a nosotros: la clase de tropa, la puta base, como nos llamábamos con el último resto de una energía sindicalista. Veteranos jefes habían visto cómo les quitaban las paredes de verdad de sus despachos y los desnudaban con grandes ventanas un poco porno. Y los jefes de medio pelo, por mamparas sólo hasta la mitad, así que, además de verles les oíamos, todo el tiempo, sin descanso. Si alguno quería coquetear con una secretaria, se enteraba todo el mundo. También comenzó a estar mal visto coquetear con las secretarias, al menos en público. Los coqueteos se acabaron.

Además ya nadie tenía secretaria. A ellas también las habían agrupado en lo que llamaban un «pull», un grupo de mesas, un archipiélago, y en el proceso se cayeron unas cuantas. Quisieron protestar -añoraban sus pequeños cubículos, donde era más difícil controlarlas- pero pronto le vieron las ventajas a estar juntas y no adscritas a un solo jefe. Tener varios puede ser algo bueno para quien sepa jugar esa partida.

Y ya casi nos estábamos adaptando cuando el presidente apareció en una junta de accionistas con una corbata verde hierba y dijo que ese era el color de la empresa. «Nuestro color». Después encendió unos focos y nos mostró a un grupo de señores y tres señoras sentados en dos filas, la una más alta que la otra. Nada hubiese diferenciado a los hombres de los de otros bancos -traje azul marino y canas de plata de las que sirven a los inspectores de Hacienda para rastrear evasiones de impuestos- de no ser porque todos llevaban la misma corbata del presidente. Las tres mujeres llevaban la falda de ese color.

Esa reunión de viernes podía haber terminado en esa foto para la prensa económica del sábado pero este tipo de cosas no terminan así. El lunes siguiente algunos jefecillos aparecieron vestidos con corbata verde… y un par de meses después estaba mal visto no llevar la corbata verde hierba, o la falda. Más aún, los empleados que se jugaban al fútbol los domingos comenzaron a llevar calcetines largos y camisetas verdes. Y las novias y esposas que iban a verles, también. El día que fueron diez a ver uno de los clásicos del siglo de ese año entre el Real Madrid y el Barça se pusieron de acuerdo, al margen de simpatías personales, para sentarse juntos y vestidos todos de verde, como una suerte de tercer equipo.

Ahora a nadie se le ocurre aparecer sin el verde de su rango: corbata para los directivos, pañuelo de la chaqueta para los vices y en el cuello para las mujeres, cinturón para los sargentos y calcetines para la tropa. Y en la calle es fácil localizar cintas verdes en el espejo del coche, o correas de reloj, o boinas o bufandas verdes Yo he visto un chupete verde…

Cuento todo esto porque esta mañana, al mirarme en el espejo, he visto que mis ojos se achinaban un poco. Pensé que podía ser efecto del sueño pero luego, al llegar a la empresa, miré a mis compañeros.