Uno de los misterios más hondos y tenaces a los que me he enfrentado es cómo el español, que era uno de los pueblos con el patrimonio y la arquitectura más refinados de la tierra -y no me refiero sólo a pintores y catedrales- malbarató todo ello para convertirse de golpe en un rebaño resignado a vivir en algunas de las ciudades más feas del mundo desarrollado. Y no me refiero a los centros de Barcelona o Sevilla, centros históricos, herencia del pasado. Ni tampoco a los barrios obreros de un poco todas partes: el hecho de que sean obreros se ofrece siempre como coartada para una inevitable fealdad. Me refiero también a los barrios de la clase media al parecer acomodada que no hace tanto pagaba, y sigue pagando, uno de los metros cuadrados más caros del mundo.
«¿Como dices?», ha sido todos estos años el sorprendido comentario de todo extranjero a quien se muestran las afueras de las ciudades españolas… y se le explica que el metro cuadrado del agresivo Pinar de Chamartín, una de las entradas burguesas de un Madrid gris y rectangular, cuesta lo mismo o más que el de un historiado barrio de Roma o el de un chalé rodeado de bosques a una hora de Nueva York. No olvidaré el día en que un amigo, que me conoce, me dijo «tienes que venir a ver lo que la burguesía española ha construido para sus hijos a no más de un kilómetro del parque del Conde de Orgaz», tal vez la urbanización más costosa de Madrid. Y aludía al centro comercial, de restaurantes y de multicines en torno al Palacio (sic) del Hielo, cuya banalidad y naturaleza de no lugar ni siquiera merece una descripción. Por otra parte muy conocida: es la que ha invadido los alrededores de todas las ciudades españolas con el imparable sigilo de los anillos de una boa. No se salva nadie: Ni Santiago, ni Córdoba, ni San Sebastián ni ninguna otra joya de la corona.
No es nada nuevo. Yo lo descubrí cuando regresé a España para estudiar en la universidad, después de vivir mi bachillerato en Colombia, un país, por cierto, con magnífica arquitectura civil y también seriamente amenazado por los depredadores del ladrillo. Ese regreso fue una de las experiencias de mi vida, ahora lo comprendo, y equivalió a una entrada en la madurez y el descubrimiento de que el mundo ya no es el mismo tras una guerra. Ni lo volverá a ser. La destrucción de los escenarios de mi infancia era lo que había sucedido en mi ausencia… en la posguerra de los sesenta, cuando -exactamente igual que ahora- con el cuento de que el país necesitaba desarrollo a cualquier precio, se dio carta blanca para que -a cualquier precio si a cambio atraían turistas-, empresarios sin más escrúpulo que la curva de beneficios, y con una formación estética inexistente, comenzaran a destruir uno de los paraísos del mundo: la costa mediterránea española y en particular la catalana y balear.
Todo ello es público y notorio. El segundo gran misterio, después de que el primero se hubiese podido producir, es que nadie hiciese maldito el caso ni pidiese cuentas por ello, ni entonces ni ahora: Mucho nacionalismo catalán y atribución de responsabilidades a Madrid, por lejanísmos, profundos y a veces misteriosos agravios, pero hasta dónde yo sé nadie le ha pedido a nadie, en esas dos autonomías, responsabilidades por haber destruido un patrimonio común… que hubiese podido ser una sostenible gallina de los huevos de oro, y ya no lo es. Casi nadie sabe en España que por ejemplo en Francia existe un neologismo, balearizar, que se utiliza como vía rápida para decir que se destruye, se fastidia, se jode un paraíso. Y lo dicen con autoridad pues ellos han sabido conservar sus jardines, más fríos y lluviosos, por otra parte: véase Bretaña. O nadie se da por enterado de que estudiantes japoneses de arquitectura vienen a observar hormigueros como Lloret de Mar, Benidorm u otros, para ver muy bien qué no hay que hacer y comprobar sobre el terreno hasta dónde se puede llegar en impunidad. No es algo reciente, como se ve, y yo en su día hasta escribí una novela que ahora veo remota, Fin del viento, que aparte de su intrínseca dificultad no suscitó el menor interés social. Más aún, un editor me comentó que la destrucción de una costa no era un tema literario.
Cuando, sin caer en la coartada de los «asuntos Internos», bendita sea por ello, hasta la comunidad europea se ha interesado en el asunto y ha amenazado con intervenir si las autoridades españolas -y la prensa- continuaban mirando hacia otra parte, no parecía que se pudiese ir mucho más lejos. Pues bien, de corazones ingenuos están llenas las praderas del Señor. Ahora nos enteramos de que un empresario del tipo bucanero que, tras lo que hemos visto en Seseña y otros delirios, no parecía probable que reaparecieran por España durante un tiempo, tiene el proyecto de construir una ciudad de casinos en alguna parte de España… ¡Y de que las autoridades españolas compiten porque sea en su comunidad! Que asturianos, gallegos y andaluces miran de reojo y con envidia a madrileños y catalanes, y en especial a los primeros, porque por lo visto tienen la posibilidad de llevarse el proyecto. Más aún: que unos y otros ya han prometido todo tipo de prebendas y privilegios -incluyendo cambiar las leyes hasta unos extremos que a lo mejor no aceptaría un país africano- con tal de tener un pequeño Las Vegas a una hora corta de Madrid o Barcelona.
Al principio, lo juro, pensé que era una broma de los periódicos. Pero no: por lo visto estamos a la espera de que el empresario en cuestión, un patrón de casinos en Estados Unidos y otros dos o tres países, decida si acepta o no las condiciones que le ofrecen Madrid o Barcelona: esto es, para que -entre otras cosas-, las condiciones de trabajo sean en realidad las de algo parecido a la esclavitud. Y si no se creen lo que escribo, enciendan la televisión y escuchen las declaraciones de políticos de una u otra región hablando de este nuevo plan Marshall. La película de Berlanga es sólo una pálida aproximación. Y la gran coartada es por supuesto, una vez más, que los puestos de trabajo que están en juego suman 300.000. Y uno no sabe si quedarse con la capacidad de engatusamiento de los promotores y los políticos interesados, o con la dimensión del proyecto: ¿Se imaginan lo que sería una ciudad de ocio al lado de Madrid o de Barcelona -casinos, pizzerías y megadiscotecas de plástico como las que se ven en los no lugares de la costa- que de verdad diese trabajo a 300.000 personas? Como para pedir refugio en Finisterre o en Cádiz, lo más lejos posible.
Aparte de las cesiones legales y de otros tipos que aquí están en cuestión -y de las que espero que nuestro implacable periodismo de investigación nos informe-, lo que a mi juicio este asunto pone en cuestión es, una vez más, la formación de nuestros políticos. De las farolas supositorio de no recuerdo ya qué alcalde a los chirimbolos de Gallardón, promovido a ministro de Justicia por no se sabe por qué misteriosos méritos pues sus fechorías estéticas ya están en los libros, hace tiempo que nos hemos dejado de hacer ilusiones sobre la capacidad cultural de nuestros alcaldes. E incluyo San Sebastián con los cubos del Kursaal ideados por Moneo en la segunda de sus playas, el depredador auditorio de Sáenz de Oiza en la bahía de Santander, o el rascacielos en vías de construcción en medio de Sevilla. Pero esta ya es otra dimensión. Una demostración más del tamaño la Crisis, que cada vez más -y esta es otra prueba- me convenzo de que es la consecuencia real de una ruina educativa. Si algo así es posible es que nos han educado mal. Pero ¿cómo pedir cuentas por ello? ¿Y a quién si nuestros políticos son la principal demostración?