Lo que más te preocupa ahora es dejar a tus padres, sobre todo a tu madre. Y no por ti, sino por ellos. Tú sales hacia una aventura en mitad de una tormenta, y eso hace soñar -para eso nacemos-, pero a ellos sólo les queda la nostalgia y un amago de consuelo: «Bueno, pero allí está mejor. Tiene trabajo», pensarán en la melancolía de las cinco y media de la tarde los domingos.
Aún te quedan dos días de despedidas y… no los quieres, no los vas a disfrutar. Por una razón: ya llegaste allí, a tu destino. Tu cuerpo aún está por aquí, despidiéndose, pero hace ya unos días que tu alma, o corazón, o el órgano de pájaro donde se sienten los viajes y las migraciones está ya en el lugar adonde vas, y se pregunta: ¿Seré capaz? No es una duda, es una ansiedad. Te deja dormir más bien poco y en tus sueños ocurre de todo y muy rápido.
Además, por extraño que resulte, te sientes culpable y no sabes por qué. ¿Cuál sería el delito? Es la patria la que te exilia, son su educación y sus empresas vacilantes las que te empujan hacia la frontera. Pero aún no te has ido y ya sabes que esa culpabilidad que no te deja disfrutar de un libro ni de una caricia es algo que sólo pueden entender quienes se disponen a cerrar una puerta tras ellos y, esta es la diferencia, sin saber si van a volver. El viaje con vuelta no es más que un viaje de vacaciones. Un «Grand Tour» de señorito. Como mucho una expedición.
Esto es otra cosa.
En un par de días habrás llegado allí adonde vas pero dentro de cinco pensarás que ha pasado un mes, y dentro de un mes, un año como mínimo. Si algo hay seguro, eso es. Y es que descubrirás -ya lo estás descubriendo, desde antes mismo de salir- que el tiempo del viaje se mide de otra forma. Es más intenso, con horas de más minutos y poco descanso.
Es muy probable que todo el tiempo, al principio, finjas no haberte ido. Que llames a casa o a tu amante por Skype o WhatsApp -instrumentos que fueron inventados para eso, paliar la nostalgia-, y que todo el tiempo andes comparando. Y siempre a mal: «En casa es mejor», dirás a quien te quiera oír.
No te preocupes, es normal. Una especie de sarampión infantil del viajero, que se da con más fuerza en el emigrante y que debiera curarse en pocos meses. Preocúpate tan sólo cuando pienses que los cruasanes de París son peores que esa cosa que llamamos del mismo modo en España, o cuando sigas comparando una salchicha alemana con la chistorra, y cuando aquellos que al principio te escuchaban comprensivos miran hacia otro lado y pretenden cambiar de tema. Malos síntomas. Significa que te has estancado, y no creas: puede ser una enfermedad sin cura, para toda la vida. Algo triste porque es una enfermedad triste, que hace desperdiciar media vida, como una especie de alcoholismo y a menudo ni se diagnostica como tal. Casos se han dado y, no sé por qué, con mayor frecuencia entre los españoles. Te seré sincero, no sé qué hay que hacer entonces. ¿Volver? El problema es que «no hay regreso», como descubrí al escribir mi cuento Prehistorias de la India, en Historia de las despedidas: «Viaja quien sabe irse».
Y luego, con suerte, comenzará lo bueno. Cuando descubras que también hace sol allí adonde vas -o nieve, que tiene también su punto-, o que hay siete tipos de patata, todas deliciosas, o que la música no está nada mal y el baile ni te cuento. Cuando por ejemplo aprendas a bailar. Y, todo llega, cuando digas que todo sumado y restado en casa se está muy bien pero que hiciste bien en irte.
A esa conclusión sólo podrás llegar tras haber regresado como mínimo una vez a casa, y superado, o comenzado a superar, la idea de que en realidad sí existen las fronteras, o son lícitas: tal vez la superstición más nociva y fraudulenta en la historia de las creencias humanas. Y el mayor negocio jamás habido, ese que reparte el mundo entre «nativos» o «patriotas» y «extranjeros».
Cuidado: suele ser duro. Pues creemos que somos nosotros los que nos movemos pero no sabemos que lo que de verdad se mueve es lo que dejamos atrás. Que jamás vuelve a ser lo mismo. Creemos que volvemos a casa pero hasta el perro, que bate la cola y nos saluda con entusiasmo, ha cambiado.
Y no es que la «casa», haya cambiado, claro está, sino que nosotros -nuestra memoria, nuestra nostalgia- no somos los mismos. Cuidate entonces de compadecer a quienes se quedaron, ni se te ocurra juzgarlos como provincianos que nunca salieron de la aldea: esa es otra enfermedad infantil y lo que revela es que aún te falta mucho. Mucho más de lo que crees.
Quién sabe cuántos viajes de regreso necesites. Llegará el día en que dirás que en tu casa se está a gusto pero que hiciste bien en irte. Más aún: que para regresar se tienen que dar muchas cosas. Eso significará que tu viaje ha ido bien y que has llegado de verdad a puerto…
Hasta entonces, buen viaje y suerte. Y no te preocupes, que el viaje mismo, cuando es de verdad, lleva incorporada una póliza de valentía para los que lo emprenden con sinceridad y con el equipaje ligero de prejuicios.
Y recuerda: no hay llegada.