Que los banqueros, un día cualquiera, amanezcan modestos y un poco encogidos.
Que los cipreses tengan en febrero una pubertad tranquila.
Que en los quioscos broten geranios sobre las revistas del porno rosa. O cafés cortados. Algo.
Que sigamos descubriendo en pasillos oscuros de palacios inmensos tesoros bajo el polvo, como El vino de San Martín, de Brueghel el Viejo, y que cojan el camino de El Prado, no de Sotheby’s.
Que los ojos de la gente vuelvan a ser capaces de soñar con Moby Dick y los mares del sur. A las librerías, esta es una promesa, regresará a continuación.
Que en las plazas de fanáticos geómetras crezcan árboles con grandes sombras sobre bancos (para sentarse).
Que las mujeres redescubran la falda. Y vuelvan a sonreír.
Que Madrid se vuelva una ciudad para caminantes. Como Roma. Se necesitan siglos pero alguna vez hay que decidirse.
Que a 857 publicistas les crezca pelo verde y, melancólicos, no puedan trabajar. Que haya un terremoto sólo para «chirimbolos», la televisión en el metro y otras pesadillas de Orwell.
Que sea necesario explicar lo obvio unos miles de veces menos. Y padecer que nos lo cuenten otros tantos miles… menos también.
Que alguien escriba una Oda a la paella. O una ópera para esta temporada en el Teatro Real.
Que por las calles de Nuevos Ricos y Horteras vuelvan a circular viejecitas simpáticas.
Que los liquidámbares sigan otoñeando en cuatro colores, y gratis: sólo para darnos ganas de viajar y pintar.
Que los telediarios y periódicos traigan noticias y caras e ideas nuevas.
Que el fútbol le ceda el primer puesto al bendito azul del cielo, y que el cielo no sea siempre azul desierto.
Que haya nubes, la escritura de los dioses, y que llueva.
Que los nacionalistas viajen un poco, aunque sea a Oporto, Casablanca o Burdeos, que eso les bajará la fiebre, y ya para siempre.
Que los arquitectos a sueldo de la Internacional del Ladrillo sean víctimas de súbitas pasiones y se fuguen lejos con mujeres fatales.
Que colegios y universidades se liberen de los nuevos puritanos, los políticos y los comerciantes. Que vuelvan los sabios, o que vengan.
Que los estudiantes escapen de Internet a respirar un poco y se topen, de pronto, con ciertas novelas. Ya verán.
Que los modistos salgan del espejo y tengan alguna idea nueva, alguna vez. Sobre todo los de hombre.
Que los padres de niños mimados sean condenados en los restaurantes a quedarse sin postre.
Que los de Soria valgan lo mismo que los de Barcelona o Madrid, y que 50 millones de españoles, no sólo unos cientos, puedan proponerse para gobernar. Quién sabe, a lo mejor alguno sabe cómo sacarnos de esto.
Que perdamos el miedo. Que dibujemos, contemos y bailemos más.
Por favor.