En la tarde-noche del pasado 24 de diciembre, cuando se vestía de etiqueta en el hotel Danieli para cenar en el Harry’s Bar, de Venecia, murió de una trombosis Federico Villa, de quien nadie hablará, está visto, si no lo hago yo.
Todos los días, horas y segundos morimos a miles. Lo trágico de esta muerte en particular es que Federico Villa destinó su vida -toda ella, sin descanso- a conseguir la fama. Pero no esos cinco o veinte minutos que persiguen descerebrados, musculosos, vicetiples, tatuados y saltimbanquis de las audiencias, toda una Corte de los Milagros en concursos amañados de televisión y tertulias. Lo que buscaba Federico Villa con un empeño de futuro premio Nobel de Química -y de ahí que no desperdiciase un minuto en toda su vida- era lo que antiguamente se llamaba La Gloria. La Inmortalidad. Eso que buscaban con afán el príncipe Andrei, El Quijote o Fabrizio del Dongo, y que se escucha al fondo de La Heroica, las sinfonías de Tchaikovsky y los versos de Víctor Hugo, y se percibe en el cine de grandes horizontes de la Edad de Oro americana.
Pero se equivocó fatalmente en el camino a seguir y en los tiempos para hacerlo: pues toda su vida Federico Villa fue un monaguillo, un embajador, un cronista, un maquillador y hasta un mamporrero, con perdón, de los Grandes, o mejor, de los Reconocidos, en la confianza de que algún día le llegaría el turno. Como a los tenientes, que siempre dan por descontado el generalato. No ha sido así, un coágulo le esperaba emboscado en el momento de anudarse el corbatín del esmoquin de maître de hotel de lujo cuando sólo tenía cincuenta y cuatro años y se disponía a recoger los frutos de tanto… ¿esfuerzo? No es exactamente la palabra pues el esfuerzo suele ir asociado a lo noble, lo primigenio, lo inventivo y creador y hasta inocente.
Lo de Villa no lo fue, aunque sudoroso sí hay que reconocérselo, y merecedor de un recuerdo, así sea humilde, en la hora de su muerte. A todos nos deberían despedir con noventa líneas para dar constancia de nuestro paso por aquí abajo, y desde aquí lanzo la idea de la Gran Enciclopedia Humana Universal en la que todos tengamos nuestra necrológica… Federico deja una compañera, Victoria, que lo esperó siempre para una boda que nunca llegó. Que como una madre entusiasta confió en su futura gloria, y desde aquí le doy el pésame. Que le acompañó en innumerables besamanos, incluso los más desagradables (que los hay: todos esos besuqueos con príncipes y ministros apestando a Armani). Y que fue por lo tanto víctima también ella de los gruesos errores de Federico en los tiempos y el camino hacia la Inmortalidad.
Verán, Federico era ese tipo de mayordomo con una especial habilidad para la lisonja y el bisagrazo que abunda alrededor de todos los poderosos, por llamarlos algo, y en particular -no sé muy bien por qué, lo reconozco-, los artistas, pero sólo los famosos: en los demás campos son fáciles de reconocer, pues van casi siempre doblados en escuadra y babeantes, pero en eso que llaman Cultura, una especie de cajón en la que ya metemos cualquier cosa, son más difíciles pues no son siempre esos poetastros que en la puerta de los ministerios e Institutos Oficiales hacen acrobacias políticamente correctas para provocar una beca, un premio nacional, algún bolo. De hecho esos son los menos, y los más inofensivos.
No, en este campo un bisagra puede revestir las formas más sutiles e insospechadas: desde un tertuliano en una televisión a un embajador erudito. Desde un guionista que siempre cofirma con el director de la película, a los profesores que parecen a sueldo del último torero éxito de ventas, o a un así llamado creador, así sean un cocinero o un modisto (hoy eso cotiza, y eso es tan revelador de nuestro tiempo como el cambio climático). Alguien con una obra endeble y espejística de la manada de turno pero que se da a conocer y hasta se sostiene -es probable incluso que obtenga alguno de los principales premios, esa es su propina- tan sólo porque su misión en la vida es estar al quite para contribuir a la gloria, esta sí, de algún artista reconocido.
Reconocido pero que no se fía, y de eso es de lo que trata esto pues, desde Molière, que los clavó, la figura del cortesano ya está muy vista. A todos los artistas, y en particular a los que ya cobran mucho, la experiencia les ha demostrado que nadie reconoce nada de modo natural. Eso sería presuponer que las masas tienen olfato y juicio -y la valentía y generosidad necesarias en la mirada- y, en fin, para qué hurgar en zonas dolorosas de la opinión pública. Hay que convencerlos. Y si es necesario, por todo lo alto. ¿No había hasta un rey de Prusia que, insigne, planchado y vertical, se las daba de compositor pero sólo para poder localizar y enaltecer mejor a un genio? ¿No era este Mozart? Cierto que la gloria de Mozart se podía permitir a los incensarios que quisiera, los Ferrari de todos los bisagra, pero lo que marca la diferencia es que, hasta donde podemos saber, en su época el bisagra era algo que te tocaba o no te tocaba, igual que el rayo o el escorbuto. Era un azar más de la fortuna, como la herencia que no tuvo Mozart o la muerte a destiempo y la tumba colectiva y sin nombre que en cambio sí le correspondió, como sabemos.
Lo que ha cambiado de modo sustantivo desde entonces es que, en la búsqueda de la Gloria, el Genio se ha profesionalizado. Ahora ya sabe. No es sólo que tenga a su disposición agentes, casas de discos, productoras con inmensos presupuestos para manipulación publicitaria (y por lo tanto periodística), galerías, editoriales y hasta universidades de treinta mil euros de matrícula respaldándole -y velando por sus intereses a través de todo tipo de seminarios, Semanas Internacionales con sus críticos, y tesis doctorales-. Es que él mismo conoce los mecanismos de la gloria y, si es astuto y ha hecho el master correspondiente en fama, sabrá relacionarse. Invertir en aquellos jóvenes que el día de mañana, o ya, no se limitan a formar los jurados que dan los premios. Eso ya es como la calderilla en la mayor parte de los casos pues pocos se los creen, tan sólo los pobres infelices que siguen enviando manuscritos desde remotos rincones de la cristiandad, y es probable que a su vez sean fieles interesados que están haciendo una inversión. Además escriben artículos y ditirambos, organizan conferencias, encargan prólogos y programas en el Teatro Real, hacen entrevistas que parecen prácticas de relaciones públicas, juzgan y perdonan la vida, y emiten sentencias en listas con «los mejores esto y aquello» del último año, lustro, década, ciudad, provincia, país, continente, etcétera. Las posibilidades de tiempo y espacio son infinitas, como sabemos desde siempre, y de ellas y sus industrias embanderadas y territoriales está hecha hoy la gloria.
O sea que un pequeño consejo que por otra parte nadie me ha pedido y no creo que interese demasiado: cuando lea un adjetivo, un ditirambo, una loa o cualquier entusiasmo, si está usted ocioso tómese el trabajo de leer la contrasolapa correspondiente, o el programa, o navegue en la Red, o afine el oído con los murmullos… y compruebe. Sólo por ahorrarse la sensación de que le toman por tonto cuando no directamente por imbécil. En un sorprendente número de casos, y con independencia de la sofisticación del disfraz, se encontrará con un caso más de Monaguillo, de Bisagra… y en ocasiones al revés. En muchas ocasiones. Esa es la novedad: Es el Grande el que elogia a su monaguillo, para que siga siéndolo, y le paga con la moneda más astuta, haciéndole creer que él también lo es. Grande e Inmortal.
Todo lo cual digo no para quitarle la ilusión de los Reyes Magos sino para advertirle de la existencia de algo quizá nuevo. Quién sabe si esa no será la nueva forma de la Gloria y estamos asistiendo a otro Renacimiento, que como es notorio cambió lo que entendíamos por tal. No la creación sino el aplauso. Y no el aplauso sino la orquestación del aplauso de los demás. No crean, se necesita cierto talento. Hay que valer.
Dicho sea en recuerdo de Federico Villa, que dedicó toda su vida a aplaudir, con la esperanza de al final arrancar el eco.