Escuchar a John Berger es una experiencia singular: Uno cree que todo lo que dice lo ha pensado en ese momento, pues cada una de sus respuestas va precedida de un largo silencio -que no incomoda, no sé cómo lo hace-, y además lo ha pensado motivado por la gran inteligencia y penetración de quien le ha hecho la pregunta. Es decir: uno. Y en consecuencia, uno, que como es natural tiende a estar de acuerdo con ese diagnóstico implícito, pero quiere ratificarlo por si acaso, se esfuerza en su siguiente réplica en mantener el nivel.
Es algo que Borges decía haber aprendido de Macedonio Fernández, tras su regreso a la Argentina desde Europa, y al final de su vida rastreó hasta Japón: cortesía de la conversación, venía a decir, es que el otro se sienta inteligente.
Puede ser y con frecuencia es un truco de entrevistado viejo. Pues lo primero que intenta todo entrevistado es poner al entrevistador de su parte, sobre todo después de la extensa época del entrevistador abrelatas de la que apenas ahora comenzamos a salir: lo que llamo el «síndrome Oriana Fallaci», o la idea hecha de que todo entrevistado es un Enemigo, representante en la tierra de La Conspiración, y ha de ser abierto a golpe de piqueta por un entrevistador-interrogador para que entregue los secretos que pertenecen al Bien Común, y todo ello en nombre del Pueblo y la Libertad de Expresión. Educado en esa escuela, que hacía furor en mi universidad y en los periódicos donde comencé como periodista, siempre me pareció una actitud un tanto ingenua, y pueril cuando fui víctima de ello como escritor. Y en todo caso inútil en las entrevistas con sabios y artistas, no siempre pero a menudo más ambiciosas y en las que se necesitan recursos más complejos que con los políticos.
Puede ser un truco pero con Berger siempre tuve la impresión de que no lo era. Y aparte de eventuales dotes histriónicas -qué diablos, por qué no podría ser un gran actor quien es también un (gran) novelista, dibujante, poeta, crítico de arte con estilo propio, guionista de cine…-, porque sus respuestas son rara vez retóricas. Y digo «rara vez» por no decir «nunca» y sonar tajante, algo que con Berger parece en particular fuera de lugar: se trata de un radical amable, muy radical si se le mira desde cerca, si bien un seductor nato hasta provocar pasiones: las he visto entre sus seguidores. Con sus ojos azules, un cuerpo compacto y su cara tallada por el viento parece un abuelo campesino depositario de la sabiduría de la aldea. Y como se ve en sus libros, o al menos en particular Puerca tierra y Una vez en Europa, lo es.
No se trata sólo de una impresión. Las respuestas que siguen a esos silencios de reflexión son siempre dignos de ésta, de modo que no es posible coger a Berger en una tontería en una entrevista -al menos yo no le cogí en dos-, y mira que eso es difícil, ni tampoco en una de sus conferencias: No olvido la vez que le escuché hablar de los enanos de Velázquez en el Museo del Prado, ni tampoco un cruce particular que tuve con él en mi primera entrevista. Era en un jardín, al final, nos separaban ya unos pasos, y fascinado por su autoexilio en los montes del Jura, para escribir su ya legendaria trilogía sobre la muerte del campo en Europa, alcé un poco la voz para hacer, a modo de despedida, una última pregunta que se me acababa de ocurrir: «Y dígame, ¿no se siente usted solo, allá arriba, en las montañas?».
– ¿Solo?, me respondió. Estoy en el centro del mundo, y asisto en primera fila a una de las grandes historias de nuestro tiempo.
Y es eso lo que sucede. Hable de lo que hable o escriba, Berger tiene el don de artista de encontrarle a cada cosa su forma, y de ahí el silencio que antecede a sus respuestas. Y de ahí que cada libro sea distinto y uno no pueda decir que conoce a Berger hasta haberlos leído todos, lo cual es improbable porque su producción es cuantiosa y en varios registros, aunque él piense que sólo hay uno y lo demás es retórica de críticos y profesores. Y tiene razón: aunque escriba de temas muy distintos, el sonido Berger es reconocible desde lejos. Entre otras cosas, y también cuando escribe, por sus silencios.