MIRADA SORELA

Problemas del náufrago

Apartado: Siete años de Blog

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p.S
«…parecen feos que no se atreven a invitar a una chica guapa a bailar…»

Tengo el problema del náufrago: me he acostumbrado a la soledad, aunque al tiempo sé que por culpa de ella no es fácil que alguien venga a rescatarme. Me gustan las deshilachadas mañanas del paseo de Recoletos pero dudo mucho de que me salve cualquiera de estos jubilados que nos tantean con manos olorosas a descafeinado. De vez en cuando preguntan cuánto valemos con voz esperanzada… y luego rara vez pagan el rescate por uno de nosotros. Muy pocas veces nos liberan de esta soledad de polvo, esta prisión de celofán con que nos envuelven para alargar nuestra juventud o, más sencillo, evitar que amarillemos.

En el celofán escriben nuestro precio: 5, 10, 30… ¡60! En serio: Por dos volúmenes de la obra de H.G. Wells, bien sujetos con plástico para que no los pueda ojear nadie, piden 60 euros. Visto que casi todos esos textos están en otras muchas editoriales y también en la red (no: todavía no está todo el mundo en la red, ni siquiera una mayoría), he llegado a la conclusión de que el librero está enamorado de Wells y de sus mundos de ciencia ficción; que los guarda como pura poesía personal y no quiere deshacerse de esos libros; o que está esperando al pardillo convencido de que porque un libro cuesta mucho, vale. A no ser que el librero los exhiba como quien lleva un Rolls o un título de marqués: Mirad qué chulo soy, que ofrezco dos volúmenes de Wells  por sesenta euros aunque la traducción tenga más goteras que el congreso de los Diputados, sólo porque está encuadernada en cuero viejo de sofá usado, y además sin que nadie pueda comprobar la mercancía, calibrar el índice y las traducciones.

En cada caseta de esta feria no parecemos libros “viejos y antiguos”, como se nos anuncia, sino más bien flores de invernadero. Mi situación y la de mis colegas me recuerda a los mercados de esclavos: allí tampoco se les dejaba sobar la mercancía y tenían que fiarse de la palabra del traficante.

Sospecho que los mercados de esclavos, incluso al final, tenían más clientela. Nosotros somos los últimos custodios de autores que en su mayor parte ya no están para defenderse. Estamos viejos, padecemos de polvo, una enfermedad muy tenaz que da mucho trabajo, desde hace años sufrimos artritis y las páginas se nos resquebrajan con facilidad, y sobre todo le tenemos pánico a la soledad y a la muerte. Como todo el mundo pero sobre todo como estos ancianos que vienen a ojearnos con timidez y ocasionalmente a preguntar nuestro precio. Parecen feos que no se atreven a invitar a una chica guapa al cine y mucho menos a bailar. No saben que nosotros estaríamos encantados de bailar con ellos -bailar con cualquiera que venga a proponérnoslo-, si bien para ello tendríamos antes que obtener el permiso de nuestros guardianes. Que ellos no dan y, a modo de llave, ponen precios absurdos. Pagar quince o veinte euros por un libro viejo y acartonado no tendría ningún sentido en los bouquinistes de París o en las librerías de viejo de Charing Cross, en Londres, según dijo un cliente enfadado que sí parecía tener interés. Nada: asustados como nosotros o más, los libreros se abrigan en “la crisis” para subir los precios y cercarnos con un plástico que nos impide respirar. No han leído a Emerson, quien dijo que los libros están habitados por espíritus que viven cuando se abren sus páginas. Creen que con esos métodos comerciales para adolescentes picarán la curiosidad de los transeúntes y harán que alguien caiga y nos compre. Aunque no es seguro, es posible que alguien, entonces, nos lea.

Pero no muchos transeúntes caen. Los jubilados no tienen dinero y a veces vista para leer nuestra letra esa sí antigua, demasiado pequeña. Los turistas disminuyen y además no muchos hablan castellano. Y algunos otros paseantes, que sí podrían pagar y leer, están demasiado ocupados en escapar del Café Gijón, aquí cerca, donde los escritores bohemios que allí tomaron café durante más de un siglo han sido expulsados por unos especuladores que se agazapan a la espera de algún incauto que esté dispuesto a pagar el café como si en el fondo de la taza esperase a veces una perla negra. Viven de esos ocasionales asaltos, como algunos taxistas del aeropuerto.

En cuanto a los jóvenes que aciertan a pasar por allí e incluso a curiosear, pobres, son víctimas de planes educativos infiltrados por el enemigo y, aunque en teoría saben leer, no lo hacen. Por qué lo habrían de hacer si no saben quiénes somos, quién nos escribió, qué es lo que podemos hacer para reparar la libertad de los lectores, magullada por tanta literalidad, o ayudarles a pensar. Ellos serían el público natural de estas librerías, pero a otro precio, claro. Y además van demasiado embebidos en sus teléfonos y mensajes, y no es fácil que puedan ver otra cosa.