Quería que mi regreso a Barcelona no fuese en avión barato, como el de un emigrante cualquiera. Tenía la impresión de que si volvía en avión iba a ver lo de siempre pues ¿existe algo más parecido a un avión que otro avión? ¿A un aeropuerto que otro aeropuerto?
De modo que opté por llegar en barco, como hacía de chico, al regresar de las vacaciones del verano en Mallorca. Mi padre y yo volvíamos en barco, en tanto que el resto de la familia lo hacía en avión, en el que yo me mareaba. Yo disfrutaba muchísimo de esos viajes de una noche en el «Ciudad de Barcelona» o «Ciudad de Palma», solo con mi padre, y quizá de entonces guardo la certeza de la superioridad del barco sobre el avión.
O sea que en lugar de viajar directamente, me di el gusto de volar a Palma para allí coger esa misma noche el barco a Barcelona y verla aparecer, entre la neblina de la mañana, igual a lo que recordaba de chico. La estatua de Colón con el dedo levantado parecía dibujar la ciudad. Me esforcé por localizar los lugares conocidos.
Lo que menos me podía esperar era que una pequeña multitud estuviese esperando el barco para saludarlo con grandes vítores, y aunque pensé que era un poco exagerado para un barco que hacía esa travesía todas las noches, el detalle me encantó. Luego vi que algunos de esos hombres iban vestidos con sombreros de los años treinta, y las señoras vestían medias con costura por detrás, y deduje que se debía de tratar de la filmación de una película. Los pasajeros hacíamos de extras.
Una película de gran presupuesto pues en lugar de permitirnos coger un taxi nada más desembarcar, como quería hacer para llegar a casa y darles una sorpresa, nos obligaban a pasar por una aduana: o sea, una película de época. Allí presentábamos nuestro documento y teníamos que informar de dónde veníamos, si era la primera vez que visitábamos Catalunya, y si, en caso de repetir, lo hacíamos por placer: «si» o «no».
– Oiga, y si es «no» -le pregunté al guardia- ¿puedo explicar por qué no?
El funcionario me miró de medio lado para ver si me estaba quedando con él.
– No.
Yo lo que quería era dejar claro que si me había visto obligado a marcharme era porque sentía que me echaban, y que si «regresaba» no era por placer. En realidad hubiese preferido no tener que marcharme.
El regreso a casa fue en efecto la explosión de alegría y abrazos con que había soñado, aunque un par de días después le siguió la temida melancolía de la que hablamos en el exilio: a no ser que se produjera un milagro -¿y por qué se habría de producir justo ahora?-, ya quedaba menos para volver.
En los días siguientes me costó adaptarme a las novedades: la primera, las fronteras. Y no sólo la del puerto, de entrada a la ciudad. Ahora Barcelona estaba dividida en una serie de áreas que no eran ni mucho menos los antiguos barrios. Toda la zona de las Ramblas, el Barrio Gótico y el Puerto estaban reservados a los turistas, a ser posible los de chancleta, con islotes para los ricos viejos y los políticos, como el Liceo, en tanto que Sarriá era como un parque temático de banderas cuatribarradas, y la Diagonal, en los alrededores de la plaza Francesc Macià, se había convertido en un centro comercial en cuya puerta tenías que presentar una Visa de plata. Se podía entrar en ciertas librerías con libertad pero para entrar en otras había que hacer ciertas profesiones de fe y adhesiones a prejuicios varios: no digamos para entrar en el Nou Camp, el campus del equipo de fútbol local, el Barça, que se pretende sea mundial sin pasar antes por los escalafones provincial, nacional, continental, etc. A otra escala, lo mismo sucedía con algunas tiendas y boutiques, y con los quioscos de periódico: comprar según cual -en el supuesto de que estuviese en venta- se podía poner muy arriesgado.
Lo más difícil era orientarse en los tiempos. No los del transporte, ni el paso del tiempo, tan difícil de sobrellevar a ciertas edades, sino las épocas en que uno se internaba según anduviese por esta o aquella zona de la ciudad. Nada lo advertía, ni siquiera leves signos de tráfico que tan útiles habrían sido: «cuidado: se adentra usted en el siglo XVII»; «tome precauciones: entra usted en la Alta Edad Media, peligro de fanatismos exacerbados»; «barrio del siglo XIX: de abril a junio, brotes de romanticismo tardío y exaltación egocéntrica». Y en efecto, en ciertas esquinas se podía encontrar uno con un atasco de coches de caballos o una multitud de gentes con barretina que parecían muy enfadados.
Pero no: Nada lo advertía, y lo más grave es que ni siquiera se trataba de zonas definidas. Sí, y a la vez no tanto. Era algo que andaba más bien en la cabeza de la gente. Se podía esperar que ciertas universidades fuesen territorios libres del fenómeno, por ejemplo, pero eso es conocer mal las universidades modernas: en el aula más humilde te podía saltar un profesor exaltado como un polichinela en un teatrillo de marionetas, o de pronto se organizaba un pequeño auto de fe doméstico y un linchamiento ahí mismo, frente a la pizarra.
Y lo más difícil de todo ha sido aceptar que tus amigos, que cuando tú te marchaste sumaban dos o tres docenas de opiniones, tendencias, ideologías y tolerancias varias, poco a poco se han ido organizando en unas tres o cuatro, o tal vez dos, y además vistiendo los uniformes de cada una de ellas; comen lo mismo, en las mismas fiestas, en una suerte de ritos tribales y patriotas, y miran con desconfianza a todo aquel que venga del exterior, sobre todo desde el oeste, y traiga ideas y ropas distintas.
O tal vez, se te ocurre ahora, tal vez ya estaban organizados en esas dos, cuando te fuiste, y eres tú el que trae del extranjero las dos o tres docenas de ideas distintas que has aprendido afuera.