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Flaubert y la ética del artista

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela | Siete años de Blog

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Gustave Flaubert. Correspondace. Choix et présentation de Bernard Masson. Folio

p.S Flaubert. «LLegó a odiar Madame Bovary pues parecía que no había escrito otros libros».

Del par de docenas de escritores casi monopolizados por la crítica y la academia, y convertidos en semidioses de una religión con ya escasos fieles: la literatura pura y dura, Flaubert figura entre los primeros. Y lo más curioso es que no tanto a causa de su obra en sí -pese a que está en el canon, son pocos hoy los lectores de Las tentaciones de San Antonio o su enciclopedia de la estupidez humana: Bouvard et Pécuchet,  aunque sí muchos los de Madame Bovary (a menudo por malentendidos muy de esta época)-, sino al hecho de que tuvo el cuidado de explicar en no pocas de 3.700 cartas lo que hacía y sobre todo a la sombra de qué idea de la escritura. Esas cartas, y en particular las dirigidas durante la creación de Bovary a su amante y también escritora Louise Colet (la cosa terminó mal, en silencio) son las que permiten a muchos disertar largo: Sartre le dedicó tres volúmenes en El idiota de la familia, y Vargas Llosa una estupenda lección: La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary.

Dejemos de lado las cartas a Louise, parafraseadas hasta la extenuación en numerosas antologías y talleres de escritura, y en las que Flaubert describe paso a paso la redacción de Madame Bovary como un experimento casi científico, y sin el casi, en la búsqueda utópica de un narrador objetivo; un empeño sin el que hoy se leerían de otra forma hasta los teletipos de agencia, y en todo caso situado a años luz de las lecturas feministas o deconstructoras que se hacen en nuestra época hasta en las universidades. Al margen de esas misivas teóricas, en las que siempre se mantiene la búsqueda del Arte en la escritura por encima de cualquier otra consideración -”El culto del Arte da orgullo; nunca se tiene demasiado. Esa es mi moral”-, lo extraordinario de estas cartas es la lección de ética del artista que cruza hasta la última dirigida a su pupilo Maupassant -justicia poética-, de cuya madre, Laure, era por cierto también muy amigo.

Esto es, antes y después de sus éxitos -el de Madame Bovary llegó a ser de tal calibre que el autor llegó a odiar el libro pues parecía que no hubiese escrito otros (¡qué diría hoy!)- Flaubert mantiene una misma sencillez y bonhomía, una invariable lealtad a sus amigos y, esto es lo que le hace excepcional, da testimonio constante de una disciplina de monje a primera vista se diría que innecesaria y que a todas luces es la que termina por convertir sus obras en algo único. Porque si leemos a Flaubert con extraordinaria facilidad -es todo lo contrario del barroquismo, la pedantería, el hermetismo, en la búsqueda de la máxima claridad clásica, que no simplicidad-, leyendo las cartas nos enteramos de que todo ello es la conquista, una vez más, de un casi demente y extenuante trabajo de relectura, edición, supresión… edición, llevado hasta donde quizá nadie lo había llevado antes. “Voy pues a retomar mi pobre vida tan plana y tranquila, donde las frases son aventuras y donde no recojo otras flores que las metáforas. Escribiré como en el pasado, por el único placer de escribir, para mí, sin otro pensamiento de dinero o de ruido” (1857). Como dijo Faulkner: “en Madame Bovary vi o pensé que veía a un nombre que no desperdiciaba nada […] un hombre que decidió hacer un libro perfecto”. O Borges, que definió a Flaubert como “el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir” (Flaubert y su destino ejemplar, en Discusión).

Esta antología abarca sólo la décima parte de la correspondencia total, por lo que sería imprudente sacar conclusiones tajantes, pero no puede por menos que llamar la atención lo lejos que están las preocupaciones de Flaubert de las habituales discusiones de hoy entre escritores -derechos, traducciones, listas, agentes, premios, recepción, crítica…-, y eso, precisamente, en el más profesional de los escritores, el que convirtió la escritura en algo más incluso que una profesión: el que la propuso como un modo de vivir, y no precisamente porque le diera dinero. Aunque él no lo explique, queda claro que en su tiempo los escritores tenían poco protegidos sus derechos, si es que tenían alguno (Dickens, asaltado por todas partes, se pasó la segunda parte de su vida reclamando la invención de los derechos de autor). Al final Flaubert lo pasó mal económicamente por culpa de los malos negocios del marido de su adorada sobrina, hasta el punto de temer muy en serio perder su casa de Croisset,  en Normandía, que pertenece por derecho al museo de la Literatura Mundial. Aún así le costaba muchísimo aceptar algún enchufe oficial, gestionado por sus amigos bienintencionados, que le permitiese obtener una renta. Al hombre que metió la literatura en la modernidad ni se le ocurría pagar sus deudas con sus libros o con algún premio a su talento.

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