Todo se podrá decidir, anunciaron hace ya tiempo los científicos: la altura de los hijos, encontrar con un mando un amante a distancia, el tipo de paisaje adecuado para que caigan más records de atletismo… Pero una vez más el azar nos lleva la contraria y sugiere que somos polvo en el universo y alguien se ríe de nosotros. El martes pasado, el corazón de uno de Los Doce dio un saltito y se fueron al carajo todos los cálculos, nada menos, de la división del mundo entre Actores y Espectadores. Entre Acción y Espectaducción. Algo determinante, como no se le escapa a nadie, para el Gran Equilibrio del que la Humanidad disfruta en esta era pacífica y llena de regalos.
Y fue un saltito de nada, tan sólo un bip un poquito más fuerte en un cardiograma rutinario en una clínica de Amsterdam situada en la muy elegante y silenciosa Keisergracht, uno de los canales en los que está prohibido hasta cambiar de lugar una maceta. Se pretende así -ironías del azar- congelar la imagen de Amsterdam en un idílico pasado armónico de la ciudad. Y ese bip que era casi un susurro equivalió a la subida del precio del pan un 3 de julio famoso: al día siguiente un pueblo enardecido tomó La Bastilla y comenzó la Revolución Francesa y la mundial. (Aunque a unos les llegaron los capítulos y a otros tan sólo notas a pie de página, y no señalo a nadie).
Pero a lo que íbamos: Hace tanto, tanto tiempo que el mundo se ha dividido entre Actores y Espectadores, o más bien al revés, que ni sabemos cuándo se hizo el reparto y ese podría ser muy bien un desafío para un historiador. Aunque las proporciones varían según se trate de ping pong o de baloncesto, son parecidas. En tenis son de 12 a unos 2.000.000.000 o tres mil millones, más o menos. Es decir que doce juegan y los demás miran. Se excitan, sufren, apuestan, motejan a los Jugadores –El Elegante, El Hombre de Hielo, El Cañonero, y así-, engordan en el sofá y esperan mientras la vida transcurre a su lado y ellos miran la televisión y, ocasionalmente, una o dos veces en su vida, asisten a una semifinal en Roland Garros o en Wimbledon. Sucede lo mismo en el Automovilismo -ahí la proporción es de media docena de pilotos contra mil millones de espectadores-, o en Fútbol, donde claramente el reparto es más equitativo: Si por un lado el número de espectadores es prácticamente el de Toda la Humanidad -quitando los pueblos aislados de Bután o la Amazonía, o un par de islas del Pacífico-, el de Jugadores sube extraordinariamente a varios cientos. Bien es cierto que aquí no importan tanto los jugadores -importan, pero no tanto-, sino los clubs y los equipos nacionales: de sus progresos y fracasos, vidas internas, lealtades y traiciones, tarifas en ese tráfico de hombres y agitadas relaciones con los entrenadores que hacen de dios o de traficantes viven los espectadores. Y otro factor a tener en cuenta: el grado de compromiso de los espectadores de fútbol es mayor que el de, digamos, los de automovilismo. Mucho mayor, dónde va a parar. Y las militancias no son excluyentes. Esto es: un espectador puede estar mirando un partido de fútbol y, con audífonos, seguir una carrera de coches en el otro extremo del mundo. Y dar a todos sus vecinos las grandes noticias, que se resumen en una: «Hemos ganado».
Relaciones parecidas se desarrollan en la política, donde votamos una vez cada lustro y luego nos sentamos a ver cómo se saludan los presidentes en las puertas de los palacios para luego librarse a jueguecitos con las fronteras; el amor y el sexo -estamos viendo películas a todas horas pero rara vez las hacemos-; la música -el programa de máxima audiencia es el de calibrar cómo otros cantan canciones viejas-; y hasta la religión: no hablamos con Dios, le pedimos a alguien que lo haga por nosotros en un idioma enigmático… Y así más o menos con todo. Y sin el más o menos.
Y pese a que todo esto ha sido fijado hace mucho, como digo, ha bastado para que el corazón de uno de los Doce Elegidos del Tenis haya hecho una rayita de más en un electrocardiograma para mover todos los equilibrios. El quid de la cuestión es que se trataba de una rayita no prevista. ¿Acaso no fallan los corazones de los tenistas? Sí, fallan… pero cuando está escrito. Es decir cuando tienen 34 años, ya están jubilados o a punto… y alguien de veinte años les ha derrotado. Nada como una derrota a manos de un novato insolente para que el corazón se lleve un disgusto e incluso proteste con una rayita de aviso. El problema con este jugador es que él tiene 23 años y apenas comenzaba a tener clubs de fans y la prensa había desvelado sólo algunos de sus secretos: el tipo de avena que come al desayuno y cómo son las relaciones con su chica, una ninfa de veinte años y pelo largo de Blancanieves que esconde sus ojos soñadores detrás de gafas de mariposa…
Qué fue lo que movió el corazón del Número 9, como le conoce la Prensa? (Pues le gusta el fútbol y aunque gana millones a pala ha dicho que le gustaría haberlos ganado como número 9 en un equipo de fútbol). Quién sabe… La mañana del cardiograma comió doble ración de bacon al desayuno, leyó la noticia de un terremoto en la India con 2.485 muertos y que su gran rival se echó de novia a una princesa guapa por lo que seguirá reinando de por vida, un Inspector de Hacienda husmeó hasta la mesilla de noche de su último hotel, y sintió a su propia novia lejos, abstraída, tal vez acordándose de un primer novio de juventud. O sea que no se sabe cuál es la causa exacta de la fatiga de su corazón.
Lo que sí es cierto es que ha empujado el gran pero como se ve delicado equilibrio entre Actores y Espectadores, y ahora se corre el riesgo de que sólo haya once jugadores que jueguen el torneo de los Grandes Torneos, el único que importa, y los Espectadores aumenten en uno. Uno más. Y a estas alturas ya no se sabe si existirá suficiente número de sofás en el mundo para dar cobijo y vivienda a tanto, tanto espectador… La armonía se ha quebrado por un borde y nuestra vida de sentados y esperadores felices se encuentra en peligro.