De un tiempo a esta parte se ven más perros en la calle del Liquidambar, algo que sabe Pancho sin tener que hacer un censo ni contarlos. Lo sabe porque sí, como saben las cosas los perros, y porque el maldito hijo de gata de los vecinos de enfrente ha regresado, y no debiera: hace ya un año que los vecinos se fueron, y nadie ha ocupado la casa… salvo el gato blanco manchado, que vuelve más chulo que antes y, desde lo alto de una valla, observa la calle como un propietario. Pancho sabe que no serviría de nada ladrar -perseguirlo ni siquiera entra ya en su imaginación-, por lo que no se esfuerza. Pero la rabia es aún peor que la de antes.
Cuánto más que, entre los perros que han llegado y ahora se ven más, hay perros del barrio, a quien ahora dejan pasear sin correa, quién sabe por qué, pero hay otros que Pancho no conoce. Al principio les ladraba y sus rivales de las casas vecinas sabían qué era lo que decían sus ladridos:
-la patria está en peligro, enemigos cruzan en gran número las fronteras y entran en el sagrado lar de nuestros ancestros-
y se unían todos ante los forasteros, el enemigo exterior. Y hasta conseguían que los intrusos se marcharan, agachando el rabo y pegándose a los muros.
Pero eso duró unas semanas, que pasaron: los tiempos en que en el barrio había todavía fronteras nítidas. En este noviembre parece haber cambiado todo, o al menos mucho, y ni los liquidámbares que le dan el nombre a este barrio de chalets de Madrid otoñean ya como antes: sí que han salido las hojas amarillas pero no las rojas y los árboles son como la mitad de elegantes que entonces. Quizá sea eso lo que atrae a la chusma, piensa Pancho. (Porque claro que los perros piensan. Véase Milú, aunque no Snowy, la versión de Spielberg, que pese a no sé cuántos millones de dólares en efectos especiales, no piensa. Y cómo habría de hacerlo. No se puede pensar en el cine, hasta los niños saben eso, y menos con un nombre así, predestinado a la obviedad).
Y sin embargo, no se trata sólo de que hay más perros, piensa Pancho, buscando una solución. «Y a qué le buscas solución», le pregunta un gran danés de la calle de los Cipreses, justo al lado. «¿Dónde está el problema?» De eso se trata: que Pancho, teckel de pelo largo de color canela y cola como un plumero, no sabe explicarlo. Son perros muy inteligentes, los teckel, basta que te miren para comprenderlo, pero al tiempo provienen del norte y tienen cierta tendencia a la angustia y el romanticismo. Pues Pancho no ve razones claras de preocupación, las razones que le podría exponer, digamos, a un siquiatra, pero ahí está, el desasososiego, nítido como un cuervo en el cielo gris de noviembre.
Porque no es que haya más perros, termina por comprender, con mucho esfuerzo. En realidad son los mismos de antes… sólo que ahora no están al otro lado de las vallas y cancelas. Ahora están a este lado, como si las fronteras no fueran lo que fueron. Como si la patria se hubiese ido a vivir a otros mapas. Y además tienen hambre, se les ve… y se les oye en las grandes batallas durante la noche contra los gatos. Lo nunca visto: Los perros les disputan a los gatos los cubos de basura.
Si hay perros a este lado de las vallas, está claro, es porque en sus casas ya no hay nadie para darles de comer, hacerles mimos y llevarlos a vacunar. Pero no es que haya más perros, piensa Pancho. Es que sus dueños se han ido. Por eso hay más hojas del otoño en el suelo, sin que nadie las recoja, y de que en algunas casas se hayan caído antenas o farolas, sin que tampoco.
De modo que a Pancho le preocupa algo que antes, cuando en cambio aún pensaba que los gatos son perseguibles, ni se le ocurría: Sus dueños, sus mimosos dueños que le rascan la barriga y la cabeza y se deleitan cepillando su pelo de príncipe, ¿podrían… podrían un día marcharse y dejarlo en la calle?
Esa, esa es la almendra de su ansiedad, su anhelo, su… y Pancho no dice angustia porque le parece una palabra capaz de convocarse a sí misma. Además, como no está prevista entre los perros, no sabe muy bien qué hacer. ¿Ladrar? ¿Gruñir?… ¿Aullar?
Esto le apetece pero se detiene en el último segundo: Si aúlla… si aúlla ¿le podrían expulsar de su jardín? No les gustan los aullidos a los hombres, eso Pancho lo sabe desde antiguo. Desde que los perros eran lobos… y no había más calles ni fronteras que las que ellos iban llevando de un lado a otro. Fronteras móviles, por tanto, de las que ningún amo se podía ir.