Para entretener la espera de las elecciones a la Junta Directiva y adormecer un poco a los votantes, la presidencia y adjuntos y viceadjuntos del Teatro Imperial de Madrid programaron un concierto de Philipe Jaroussky. Ya saben, el jovencísimo contratenor francés que desde hace algún tiempo ocupa el boca a oreja de los melómanos europeos, y un poco menos las portadas de la exigente prensa musical. Prensa seria, se entiende, ese tipo de expertos, para decirlo rápido, que ni siquiera se dignan comparar a Wagner con Puccini, ópera alemana con italiana. O sea que un contratenor -lo que eran los antiguos castrati, para entendernos-, ni siquiera entra en que podría ser, no ya criticable, sino tan siquiera comentable. «Nunca he sabido qué es exactamente un contratenor», dijo el Viceadjunto Segundo, un crítico que había redactado, con lenguaje sonoro como los metales de una filarmónica, un tercio de los programas del Imperial para los conciertos de medio siglo. «A mí me suena a soprano jubilada».
«Es perfecto», dijo el Segundo Adjunto, un viejo administrador de la Orquesta Oficial de Madrid que se sabía más trucos que un tinterillo penalista: «Un castrati es perfecto: Se les irá el concierto en adivinar qué cuerda se le ha roto, quedarán fascinados ante un hombre que suena como un niño, y sentirán un poquito de pena, una de las formas de la indulgencia. Nos votarán. Nos votarán una vez más».
Lo que al Adjunto se le había olvidado fue precisar qué era lo que iba a motivar la indulgencia de los melómanos del Imperial. Y era una temporada todavía más misteriosa (caprichosa) que la primera, y eso que en la primera una de las propuestas rompedoras del nuevo director de programación había sido hacer participar a dos ministros, el de Exteriores y la de Cultura, en un Turandot. Como secundarios, cierto, un cortesano y una cantante a quien le doblaban la voz en la Corte China al pie de la Gran Muralla. Ella sólo abría la boca y fingía que cantaba. Pero los ministros disfrazados habían atascado las taquillas y atraído a una rumorosa muchedumbre de espectadores: no muy versados, como siempre, pero entre ellos, enredados como calamares en una red de pescador, críticos dispuestos a especular sobre las relaciones entre «música, vanguardia y poder»: así tituló uno su crónica… o lo que fuese. ¿De qué género es el peloteo?
Podríamos entretenernos con otros montajes no menos discutibles (extravagantes), pero ya son conocidos y ese -el comentario, y escandalizado a ser posible-, es lo que buscaba la Junta Directiva sometida ahora a votación. Que había pensado, no sin una astucia digna de cuando los músicos eran criados de los cardenales y tenían que desplegar métodos bolcheviques para que les permitiesen hacer música: «Con una dirección polémica se les irá la furia en la programación y no se fijarán en nosotros.» Y como es notorio, la treta funcionó durante años.
¿Como fue posible?, se preguntarían los melómanos después, con sincera estupefacción como si despertaran de una mala siesta, un poco atontados, y como si la elección de la Junta no hubiese sido hecha con sus votos, una y otra vez.
Y así era: No todo el mundo recordaba la revolución que se produjo hará tres o cuatro décadas, cuando el público de Madrid se decidió a quitarse de encima la reputación de conservadurismo extremo con que lo había etiquetado Ortega y Gasset, y llevó a cabo históricas jornadas de cambio. Fin de los coches de caballos y de los palcos para duquesas como si a la música se accediese por abolengo. Fin de las corbatas obligatorias en la platea, como exigió el Duque de Alba cuando todavía era director general. Y sobre todo programación al fin de los músicos proscritos, como Shoenberg, Stravinsky o Vinkírovitz, que había sonado por última vez hacía más de medio siglo, cuando él mismo, interrumpiendo su concierto de piano, se puso a devolver desde la platea del Teatro Imperial los tomates que le arrojaba la Alta Sociedad, memorable jornada que conté con detalle en Viajes de Niebla. Fin sobre todo de la música como excusa para el adormecimiento, el flirteo y la justificación de la música de ascensor.
Pero como suele, sucedió lo previsible. Los revolucionarios subieron a los despachos en los que se contrata a los músicos, se trata de tu a tú con el talento y se confunde uno con él, y hasta se coquetea y se tienen aventuras. Presupuestos insólitos justificaron banquetes de cinco tenedores, y con los puntos del cinturón cayeron las exigencias. Hacía ya casi ese mismo tiempo que que en el Teatro Imperial no sonaba el entusiasmo ni el encantamiento de la música cuando lo es, y que las discusiones de los entreactos se habían ido de forma natural hacia si la temporada era más del Real Madrid que del Barcelona. Los banqueros habían vuelto a imponer los palcos como el quiénesquién más fiable de la ciudad, muy por encima incluso del palco del Real Madrid, y el alcalde pavoneaba una supuesta melomanía devota que sin embargo le permitía programar las óperas en grandes pantallas en la Plaza de Oriente y la Puerta del Sol, lo que le servía de excusa para justificar los precios de escándalo de un teatro cuya remodelación había costado un hígado en impuestos. Un poco como quien le echa migas del pastel al populacho, para que se resigne, aduciendo que eso es cultura musical.
Y así estaba planeado que continuase, una vez más y por varias temporadas, tras la reelección de la Junta Directiva: los abonados vitalicios del Teatro Imperial sesteaban y pretendían seguir escuchando valses y polonesas de Chopin, maestro de la elegancia a la par que patriota donde los haya, hasta el fin de los tiempos. Qué lástima que no fuese español. Y que dejasen a sus chóferes aparcar en prohibido para seguir haciendo «salidas» del Teatro Imperial, en las veladas del Invierno, como «tableaux vivants» de cuadros de Degas.
Pero entonces sonó Jaroussky, y con él Vivaldi y Haendel, y no recordaba tanto a un niño como a los pájaros, y en un par de horas de concierto consiguió despertar a la audiencia y arrepentirse a las duquesas, aunque no a los banqueros, si bien lo fingieron. El contratenor calló a los pedantes, hizo olvidar las querellas de si Wagner contra Verdi, querellas de sordos con callos, y recordó lo que puede llegar a ser la música, y hacer en el corazón, y hacer que se caigan, como cuando Rossini, Verdi y Beethoven, los disfraces de la libertad.
Lo que explica todo lo que siguió, claro.