Por Laura Casielles
Viene una aquí como ex-alumna, para hablar de Pedro como profesor, y pasa lo que tenía que pasar: que le caen deberes. Muy propio de Pedro, dejarnos a solas con un ejercicio imposible. En este caso, uno que se titula: «Escribe un texto para el homenaje de alguien a quien hayas considerado un maestro. Sin tópicos». Vale, esto no va a salir bien. El resultado será necesariamente insuficiente, probablemente cursi. Pero, como siempre, no sirve el no, va a haber que intentarlo. Así que, si os parece, yo quiero compartir el ejercicio con vosotros, quiero proponeros que intentemos pensar cómo resolverlo.
>La primera aproximación que se me ocurre, quizá demasiado evidente, es la narrativa. En ese caso, tenemos a un personaje claro: una chica o chico, de 17 o 18 años, que acaba de llegar a Madrid desde su pueblo para estudiar. Va a ser periodista. Cree que escribe muy bien, claro, pero ya se va a encargar Sorela enseguida de decirle repetidamente que no, y de paso que se ha pasado toda la vida en un sistema educativo delictivo que ha hecho todo lo contrario a enseñarle a pensar. Esa chica o chico llega el primer día a una clase en la que un profesor le pide «un texto que suene». Yo creía que había venido aquí a aprender a escribir noticias, se dice.
A partir de aquí, la historia tiene dos desarrollos posibles. En el primero, es una historia triste. En la segunda clase, ese chico o chica descubre que además ese «texto que suene» lo tiene que leer delante de todos sus compañeros… y someterlo a sus críticas. Yo a esta clase no vuelvo, dice. O a lo mejor dice yo a esta clase no vuelvo cuando descubre la larga lista de libros que va a tener que leer, esa selección de gran literatura, y se agobia. Esta es una historia triste, decía, porque en ese caso, este chico o chica efectivamente no volverá, y se perderá una de las mejores experiencias que podía aportarle esta facultad.
El otro desarrollo posible de la historia, por el contrario, pasa porque el chico o chica se entusiasma. Empieza a concebir cada uno de esos ejercicios, cada una de esas lecturas, como una aventura. En ese caso, la narración sigue quizá con que se acerca al despacho de Pedro a pedirle orientación sobre algo, acaban charlando de cualquier otra cosa, se hacen incluso amigos, continúan en contacto mucho después de que el chico o chica termine la facultad. Esa historia termina hoy, aquí, celebrando y agradeciendo juntas todo eso.
Pero esa es solo la primera de las aproximaciones posibles al ejercicio. Vamos a intentar una segunda. Esa sería, digamos, la vía del periodismo de investigación. Quizá su problema sea que resulta algo previsible, pero allá va: se trataría en este caso de una pequeña encuesta a varios ex alumnos de Pedro para hacer un repaso de algunos de los ejercicios más representativos que enfrentaron en sus clases. Para darle un poco más de gracia, vamos a incorporar otro elemento: más allá del listado, trataremos de averiguar en qué momento comprendió cada una de esas personas, ahora ya periodistas, para qué narices servía en realidad esa tarea.
Uno de los más claros que aparece en esta aproximación es el de la entrevista imaginaria, por ejemplo a una nube de humo: hay un periodista que lo recuerda especialmente, y que dice que entendió de qué se trataba la primera vez que, haciendo una entrevista, no lograba sacar nada del entrevistado, y comprendió que la historia la iban a tener que construir sus preguntas. Otro es el de «hacer una crónica de una clase en la que no entiendas nada de nada» –yo fui a una de Físicas–: una periodista recuerda con claridad cómo se acordó de ese ejercicio cuando en su primer trabajo le tocó cubrir tribunales, y cogió por primera vez una sentencia. Otro ejercicio, que muchos de los encuestados recordarían, sería aquel de «acudir a una exposición y luego escribir un texto con los elementos de la pintura de ese artista». Sí, ese lo repetirían muchos de los ex alumnos a los que preguntásemos. Uno respondería que lo entendió cuando, trabajando como corresponsal extranjero, estaba en un país del que no sabía nada de nada, no entendía ni siquiera el idioma, y sin embargo logró escribir su crónica. En el fondo ese era un ejercicio de lectura, entendió. Y hablando de ejercicios de lectura, alguien recordaría también aquel día en que Pedro entró en clase blandiendo un ejemplar de Le Canard Enchainé: »¿Qué veis de especial en ese periódico?» Nadie dio la respuesta correcta: que no tenía publicidad. Muchos de los encuestados responderían que comprendieron para qué servía ese ejercicio cuando sintieron por primera vez la necesidad de hacerse la pregunta de quiénes eran los propietarios de los medios en los que ahora trabajan.
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Aunque mi respuesta personal en esta aproximación sería un ejercicio aparentemente muy anecdótico. Una vez en que nos pidió escribir una crónica taurina. Escribimos unas crónicas malísimas, salvo una chica, que llevaba una que estaba muy bien. «¿Sabes de toros?», le preguntó Pedro. «En absoluto», respondió ella. «¿Y entonces qué hiciste?» «Pedirle ayuda a mi tío, que sí que sabe». Preguntarle a quien sabe: de lo que significaba este ejercicio me acuerdo casi todos los días.
Pero vamos a por otra aproximación posible a la tarea que tenemos hoy, la tercera. Esta pecaría probablemente de solipsista: es el enfoque personal, reflexivo subjetivo. Ese en el que nos preguntaríamos qué nos aportaron realmente a cada una de los aprendizajes que nos regaló Pedro. Qué es lo que nos llevamos para la vida, mucho más allá del periodismo o incluso de la escritura.
En ese caso tendría que hablaros de mi caso personal y deciros, por ejemplo, lo que aprendí de su método en general. Ese método que tantas deserciones causaba, que consistía en poner en común los textos para escuchar como todo el mundo opinaba sobre ellos hasta dejarlos patas arriba, fue un modo de empezar a aprender que lo que una escribe siempre mejora si se trabaja con otros. Que había que desapegarse de ello, soltar un poco de orgullo y de soberbia, y que a partir de ahí, la escritura comenzaba a crecer.
Otro de los aprendizajes que me acompaña siempre es el de aquella orden de «no sentarse en el mismo sitio, porque, ¿qué clase de periodistas vais a ser si siempre miráis las cosas desde el mismo lugar?». Esto procuro hacerlo en la vida cotidiana, a riesgo de volver loca a la gente que tengo cerca, que se preguntan qué demonios me pasa. Pero sobre todo me gusta cuando pienso que no se trata solo de las sillas. Que, sobre todo, no se trata de las sillas. Igual que me acompaña también aún hoy aquella otra idea de «mirar las cosas como si las tuvieras que dibujar». Cuando la realidad se acelera, cuando todo se vuelve vertiginoso, ese modo de mirar alrededor es un ancla, una forma de volver a ver algo.
Aunque probablemente el aprendizaje más importante tuvo que ver con mi peor ejercicio. Era un análisis sobre En busca del tiempo perdido. Después de llevar trabajando en ello meses, dándole vueltas con el libro a cuestas de un sitio a otro, entregué un análisis realmente malo. Estaba enamorada y muy despistada, y, de verdad, aquello fue un desastre. Pero Pedro, con todas su exigencia, tuvo la delicadeza de no machacar ese texto como me esperaba. Lo dejó pasar, contra todo pronóstico. Supongo que yo entendió que lo que alguien como yo necesitaba aprender en ese momento es que, a veces, por delante está la vida.
Pero aún hay una cuarta aproximación posible al ejercicio que tenemos entre manos. Se aparecería como un relámpago, en medio de todo este trabajo intentando encontrar cuál sería la mejor aproximación, y tendría que ver con una cita de Saint-Éxupery que nos repetía muy a menudo. Esa que dice que un texto está perfecto no cuando no hay nada que añadir, sino cuando no hay nada que quitar. Sí: recordando eso, voy a optar por esta cuarta opción, y, pese a todo, la respuesta a este ejercicio, el más difícil, va a ser, finalmente, un texto de una sola frase.
«Gracias, Pedro. Quienes recibimos tus clases tuvimos mucha suerte».