Podría muy bien haber sido una reina de belleza pero el inconveniente es que tenía casi sesenta años y una cabellera de plata, y no hay reinados de belleza a esa edad: un error, pues a esa edad las mujeres (y los hombres) tienen la cara que se merecen, o al menos eso dijo alguien: a esa edad se podría ahorrar en jurados y ganar por aclamación en cualquier calle.
Además, ella mantenía una figura recta, magnífica, y entraba en los salones como Cleopatra. Los efectos eran los mismos: todo el mundo sentía la tentación de agachar la cabeza, como así sucedió cuando comenzaron a darle premios con el entusiasmo con que se dan en la comunidad científica y en España en general, donde los galardones llenan titulares y «nominan» a diestra y siniestra con una poderosa capacidad para la admiración: país de héroes.
Doña Belén, como así comenzó a figurar en los titulares, había comenzado a cambiar la luz percibida por los seres humanos -nada menos-, gracias a sus investigaciones sobre la refracción del ojo, o cómo el ojo distorsiona lo que vemos. Unos trabajos con consecuencias morales, además, pues del «nuevo ojo desvelado por doña Belén» como decía el prestigioso El Alba del XXI, lo que se desprendía era «un mundo con menos brillos y adornos, un mundo más sencillo y a la vez más verdadero y conmovedor, el mundo de nuestros padres antes de que lo corrompieran la vida moderna, el derroche, la publicidad y el mal gusto».
Durante días, semanas y hasta un mes largo -todo un record en el mundo de la información, veloz y fugaz-, todos los medios sin excepción se inclinaron sobre la vida de La Sabia de los Ojos, como también comenzaron a llamarla y no sin cierto orgullo periodístico por el doble sentido, toda vez que en España sólo los pedantes pronuncian la uve, que suena igual que la be. Y lo que encontraron fue una vida ejemplar en la que figuraban un suspenso rebelde y políticamente correcto en Religión en el colegio, un par de medallas en Atletismo, un novio trágico que se mató en un avión en África, un hijo no menos trágico que había padecido una enfermedad rara en sus ojos inocentes de niño -y en buena parte responsable de las investigaciones de La Sabia-, el cultivo de una palmera africana en peligro de extinción, y la generosidad de alimentar un cerdito, en casa, como mascota de sus nietos. Si, un cerdito limpio, rosado, con la cola en sacacorchos y los ojillos pequeñitos, desconfiados e inteligentes.
Ese episodio ya debiera haber dado una pista: un cerdito limpio es tan sospechoso como un místico gordo, un restaurante con piscina, un ciclista que corre como un coche.
Era ya Doña Belén una suerte de abuela (elegante) de España cuando un periódico extranjero publicó hace unos días que sus hallazgos sobre la refracción en los ojos pertenecía a una tesis doctoral realizada por un alumno de San Cristóbal y Nieves en los sesenta, y que pasó desapercibida porque en los buscadores universitarios no figura la palabra «San Cristóbal» ni tampoco «Basseterre» (su capital). Y en realidad (aunque eso no lo decían, lo deducimos) porque ningún tribunal estaba dispuesto a admitir que un alumno de un país inexistente viniese a cambiar las reglas de la visión, y menos aún las de la verdad.
Pinchada en su pudor profesional, la prensa se lanzó sobre la elegante doña Belén, para en primer término ponerle el tratamiento en cursiva y descubrir de inmediato que en realidad era bizca (o estrábica, bisoja), y que, como sucede con El Greco, sus portentosos hallazgos no eran más que el resultado de su visión torcida. De hecho, según mostraba una foto en la que un pornógrafo la había «pillado» a través de la ventana, en su casa se peinaba con moño alto y desordenado, artista, y para leer se ponía unos pequeños quevedos con los cristales oscuros que le daban un aspecto perverso de actriz de cine subtitulado, de gran insecto indescubierto.
Lo cual no explicaba que hubiese copiado o no el resultado de una tesis, pero permitía averiguar que el prestigioso cate en religión en el colegio no era tal sino justo en matemáticas, que es lo que un científico no se puede permitir; en realidad su hijo había sufrido una enfermedad de cuartel cuyo nombre «no escribimos aquí para no ofender a nuestras lectoras», decía La verdad madrileña; su novio se había fugado con una rival en la ciencia ella sí exitosa (eso dolía hasta leerlo); y si entraba en los salones como una reina era gracias a una suerte de corsé para mantener derecha su columna, que de otro modo hubiese parecido el signo de interrogación de la vejez, un signo sin respuesta. En cuanto al cerdito, sí, había sido servido, con mermelada de menta, al modo inglés, en la última Navidad.
De tal modo que ahora el país sufre de un sentimiento de orfandad -orfandad de abuela, que también existe. Y no es cierto -esa es la conclusión- que a los sesenta se tenga una imagen merecida, ganada a pulso. Quizá fuese la excepción, pero Doña Belén, al menos, no la tenía.