Sastrería
Opinión: No creo que se lo pregunten pero apostaría a que, si lo hiciesen, uno de los mega computadores que se preparan para las futuras ciber-guerras diría que hoy circulan más opiniones e interpretaciones que hechos, o al menos hechos relevantes, no sólo números de teléfono. No crean: esa estadística tiene más importancia de lo que parece. Para empezar, que en la era de la información vamos camino de estar peor informados que nunca… entre otras cosas porque creemos lo contrario.
Una de las sorpresas agradables de viajar a un país tercermundista es percibir el hambre que se respira. Y me refiero al hambre, el ansia de conocimiento. Lo que nos diferencia de ellos no es sólo el nivel de renta y nuestra dieta sino nuestra actitud respecto a la cultura. Nosotros creemos que la inventamos y que la tenemos para siempre, y ahora tendemos a mirarla por encima del hombro, como una suerte de jardín trasero. Ellos, como sabe quien haya dado clases o conferencias en cualquiera de esos países, tienen muy claro que no la tienen, y la desean con unas ganas cuya simple contemplación pone de buen humor. Ocioso predecir quién prevalecerá al final. Prevalecerá quien se mantenga en vida en la cultura.
Si vamos al matiz concreto, veremos que las páginas impresas están hoy llenas de adjetivos e indignación, pero echamos de menos los sustantivos y los verbos de la pasión de verdad. Quiero decir, montones de escritores se desgañitan arrojando al aire todo tipo de emociones -hoy en España una indignada decepción-, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien se inventó una escena de amor cuya fuerza residía en su no descripción, o precisión, como el paseo en carruaje de Emma Bovary con su amante, o como el punto y coma — ; — que sugiere con la potencia de un acuarelista japonés una célebre escena de amor en El rojo y el negro. Qué casualidad que ambos autores -Flaubert más que Stendhal- fueran quienes se rebelaron contra una época parecida a la nuestra, en la que un romanticismo ya exhausto inundaba el mundo con adjetivos sobre puestas de sol y melancolías que en realidad venían a ser pieles viejas de serpiente de las verdaderas pasiones.
Riesgo: Toda verdadera escritura pasa por el riesgo (véase «coraje»), y esa es una condición inexcusable. La cuestión en esta época, como en todas, estriba en saber cuál es el riesgo y dónde está. Presos de cadenas de imágenes, como la muy romántica del héroe prisionero con una bola de hierro al pie por publicar adjetivos contra este o aquel reyezuelo transitorio, pero poderoso, no nos damos cuenta de que quizá eso, al alcance de cualquier tuitero, sea hoy lo fácil. Y que como sabe un escritor, así sea de correos electrónicos, lo difícil es contar el mismo amor de siempre, por ejemplo, de una forma novedosa y que no resulte artificial.
Las zonas donde vive el riesgo son muchas y la literatura tiene donde escoger. La experimentación, por ejemplo, tan penalizada hoy, sospecho que por falta de experiencia del lector: pues para poder rebelarse contra algo es necesario conocerlo primero. Y lo que era natural para nuestros abuelos, esto es, un fondo común de lecturas literarias, ha dejado de serlo.
Sal: Pero me parece que la zona por antonomasia donde se produce el riesgo es lo que llamaré «la sal», el espesor. ¿Cuánta sal admite un texto en estos tiempos ligeros? Y cómo saberlo en una época en la que los lectores, al menos esos que intenta capturar el mercado dictatorial, no entienden el humor de Cortázar o leen con la esquina del ojo a Borges, la más clara de las escrituras, temerosos por lo que creen excesiva complejidad. No lo es. Pero para saberlo hay que haber leído al menos algunos de los libros con los que Borges, la mayor parte de las veces, está jugando.
La sal. Un escritor que presuponga hoy ciertos conocimientos en su destinatario está jugando con dinamita.
Todo el proceso recuerda el «regreso al origen» que describió Carpentier.