Sastrería
Honradez (cantidad): Un texto debe cumplir con lo que promete. Existen múltiples formas de que no lo haga pero quizá la más evidente es cuando el texto ofrece menos de lo que se podría esperar, igual que la televisión. Aquella en la que se hincha el perro como se decía en los periódicos españoles. Cuando un reportaje, por ejemplo, va precedido de la correspondiente moraleja: “Una vez más el festival de X ha ofrecido más tal cosa que tal otra…”, en lugar de ir directamente al grano y ofrecer datos en lugar de prejuicios.
Otro ejemplo manifiesto son los blogs, a menudo un verdadero escaparate de ocurrencias y desahogos -como quizá éste también-, antes que de información u opinión.
Economía: Es raro encontrar una página en la que algo no se repita. Lo cual puede buscar un efecto estético
Pero cuando no es el caso, se trata simplemente de impericia del escritor. Sin llegar a la actitud de Racine (XVII), que al parecer en cada página se proponía no repetir una sola palabra –con el resultado de sus obras ricas como retablos criollos, pero artificiales-, el ideal es no repetir informaciones que no requieran ampliaciones o matizaciones. Como es el caso de la crónica de sucesos, en un periódico, que debe estar construida de forma que cada párrafo amplíe ciertas informaciones ya expuestas en el anterior.
Otras teorías defienden la repetición. Benavente, que tenía su retranca, era partidario en teatro de decir las cosas tres veces: una para el público, la segunda para que los actores se enterasen y la tercera para que lo hiciesen los críticos.
Lo contrario de la repetición sería la compresión.
Compresión:
Es tal vez lo opuesto a hinchar el perro. Es decir la formulación de algo que no sólo no repite lo que ya se ha dicho sino que sugiere una realidad mayor. Dice de forma implícita. El maestro de ello es Borges:
«Yo, que tantos hombres he sido, jamás fui aquel en cuyos brazos desfallecía de amor Matilde Urbach». (Le regret d’Héraclite, texto integral).
La compresión es uno de los recursos que definen este tiempo. Nuestros abuelos inventaron estilos para desparramarse con el objeto de llenar las novelas del invierno ruso y los periódicos asabanados que había que doblar en cuatro; el papel costaba apenas y la publicidad se abría paso a codazos. Hoy la publicidad busca vías de escape hacia las pantallas, y las novelas también, y las que resisten buscan la brevedad para hacerse perdonar por los lectores el esfuerzo de la lectura. «¿Publicarías una novela de mil páginas?», le pregunté a un editor, preocupado por el destino de una escrita por un amigo novato en literatura. «Ni aunque me la trajese James Joyce», me dijo el editor. Y un cronista de sucesos comentó un día en el periódico en el que yo trabajaba, en los primeros tiempos de la era digital: «Nos pasamos un par de horas buscando la información y luego tres resumiéndola para embutirla en el espacio que nos han dado». En efecto: el reportero no podrá ni entregar su texto con más caracteres que los adjudicados porque el programa informático no lo aceptará hasta que se ciña, se ajuste a ley, la cuota adjudicada, y nunca mejor dicho. Una tiranía del espacio que hace que los periodistas (los buenos) desconfíen de los adverbios terminados en mente porque son largos, y prefieran dijo a afirmó, que tiene dos letras más.
O sea, una aplicación de lo que ya anunció Saint-Exupéry en Tierra de los hombres: «Parece que la perfección se alcanza, no cuando hay nada más que sumar, sino cuando no hay nada más que restar».