Sastrería / El Narrador (1)
Es ya muy sabido: libros en apariencia inocentes como The catcher in the rye (El guardián entre el centeno en misteriosa traducción) han contribuido de forma decisiva a crear en generaciones la discutible idea de que escribir es algo fácil, y que ni siquiera es necesario tener algo muy concreto que contar: bastan unas malas notas, a ser posible en matemáticas, un ideal femenino utópico (como los románticos) y ciertos divertidos problemas de comunicación con el mundo adulto. ¿Y quién no tiene un ideal femenino que no le hace ni caso, y problemas de comunicación? Con esas condiciones, uno se coloca en el presente, en la primera persona del singular, y emite opiniones de adolescente a troche y moche, a ser posible «transgresoras». El resultado es el verdadero aluvión, en las últimas décadas, de novelas que ocurren en escenarios reconocibles en postales, a ser posible Nueva York. Y en las que un narrador en primera persona da por sentado que puede contarnos una vez más lo extraño y deprimente que le resulta el mundo de los adultos -«dan ganas de vomitar» dice «un millón de veces» Holden Caulfield (el guardián)-, y lo geniales que son sus lugares comunes.
Por supuesto que Salinger, escritor que admiro, no ha sido el único responsable del aluvión de ombliguistas que cercan editoriales y premios literarios. Y con melancólico éxito una vez cada poco, por cierto. Pero su mucha descendencia sí sugiere unas pocas preguntas sobre la identidad del narrador y su preparación. (Dicho sea de paso, El guardián es cualquier cosa menos simple).
No es difícil que una reunión de literatos (escritores, editores, críticos, agentes… no, agentes no) termine con una constatación general de que hoy en día «Thomas Mann no podría publicar La Montaña Mágica, ni Proust sus nueve volúmenes, ni siquiera Kafka El proceso, que además quedó inconcluso». Y ello, a causa de un público lector que no sólo disminuye en número -aunque otras cifras dicen lo contrario-, sino que, por así decirlo, mengua. Quiero decir, menguan sus capacidades. ¿Acaso España no ocupa los últimos lugares de no sé qué lista en comprensión lectora, y según datos recientes, candidatos a maestro son masivamente (86%) incapaces de contestar a muchas preguntas que deberán responder sus alumnos? Los escritores no nacen forzosamente en las aulas -salvedad hecha del fenómeno del escritor de taller-, pero no sobra preguntarse qué futuros escritores podrán salir de los pupitres con maestros que ya de adultos escribían bolcan en lugar de volcán.
En esas reuniones de literatos siempre hay alguien que dice que en el metro ve a mucha gente leyendo, y casi siempre alguien que responde: «sí, pero qué leen». Y es llamativo que esta discusión se centre en las capacidades del lector… y no en las del escritor. Puede que Proust no pudiese publicar hoy En busca del tiempo perdido (yo sinceramente creo que no podría, ya casi no pudo en su época), pero nadie se pregunta realmente si hoy podría nacer Proust y escribir esa catedral con la misma fe. Es muy revelador asistir a una sesión en un taller de cuento, un club de lectura, o similares. Es algo en parte estimulante porque está claro que el impulso de contar se mantiene, y tal vez más que nunca, y eso permite dudar al menos de la mitad del apocalipsis que por lo visto ya ha comenzado en el mundo de los libros. Pero es también preocupante porque se evidencia pronto que muchos de los asistentes a esos talleres o clubs no han leído un libro en su vida, y no es una metáfora. Al fin y al cabo un tercio de los españoles no lee. Como suena: no lee nada. A duras penas los letreros de salida del metro. O sea, los aspirantes a escritor son como Holden Caulfield, que desde la primera página promete no castigarnos con los detalles de un Dickens contándonos los antecedentes de David Copperfield, pues «no le interesan a nadie». Y lo que se propone a continuación como «interesante» es un largo monólogo de ocurrencias, sin duda alguna divertidas, hasta conmovedoras, y a veces inteligentes. Pero la herencia, Dickens, la gran literatura, no interesan nada. (Es verdad que Holden salva a Isak Dinesen; algo es algo).
Cómo puede llegar alguien a pensar que puede escribir sin haber leído es un misterio… En todo caso, esa falta de preparación del narrador de hoy no suele limitarse a los libros; a menudo sedentario y con una cultura casi siempre más cinematográfica que otra cosa, aunque no forzosamente de filmoteca, lo habitual es que también tenga una experiencia limitada, por lo que no puede apelar a esta para escribir, como lo hacía Jack London (que era un inmenso aventurero autodidacta y lector).
Decían Faulkner y Flaubert que al artista, abocado al fracaso por principio (Faulkner), sólo se le ha de juzgar por la ambición. «Aspiración», la llama Flaubert en una carta: «Un alma se mide por la dimensión de su deseo, de la misma forma que las catedrales se juzgan por adelantado de acuerdo con la altura de sus campanarios». Y es perfectamente posible que Salinger haya escrito un gran libro con el método del «yo» y «a mí se me ocurre», pero a su vez, a través de su densa prole de seguidores e imitadores, nos da una certera sugerencia sobre la ambición y limitaciones de nuestra época.