MIRADA SORELA

No hay pasaporte para los poetas

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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Rosalie Thorne
Joseph Brodsky y su mujer, Maria Sozzani.

Diálogos / El prejuicio

No recuerdo que nadie desmontase mis prejuicios de entrevistador con tanta rapidez como lo hizo el poeta Josef Brodsky -aquí resulta más falso de lo habitual ponerle un pasaporte al nombre, los poetas no tienen pasaporte-, y eso que no fue en una entrevista sino en una rueda de prensa, demasiado temprano para hablar de poesía y belleza, en un salón de actos oscuro que parecía el de un hospital o una Real Academia de algo. Bien es cierto que ocurrió en una rueda de prensa monopolizada por mí en  una suerte de entrevista con público, fascinado de inmediato por un magnetismo, una presencia de poeta donde las hubiera. Él era la demostración de que tal cosa existe: alguien con una moral muy afilada, más que desarrollada, y dotado de un idioma -ruso de origen y asilado en Estados Unidos, hablaba un inglés más que correcto- que de tan sincero y agudo parecía tener vida propia.

Eso era lo desarmante: era el ser humano con menos frases hechas que he conocido. Baste un ejemplo histórico, no de la entrevista: cuando Josef Brodsky, disidente soviético, fue llevado ante un tribunal de orden público para ser sometido a un juicio por parasitismo, subversión… esas pintorescas pero dolorosas acusaciones que suelen hacerse en las  dictaduras -hay que recordar lo que era aquel ambiente neo-estalinista-, el juez burócrata de turno le dijo algo así como : «Y además, ¿por qué se llama usted poeta? En qué universidad, dónde le dieron ese título. Quién se lo dio». Y entonces, según recogieron las crónicas de la época, Brodsky contestó: «¿Dios?»

Recuerdo que los periodistas nos queríamos comer a Brodsky como aperitivo al café del desayuno pues, de visita en Madrid por un libro y un recital, nos había mantenido a la espera de una cita hasta la medianoche del día anterior; y ello para convocarnos a una rueda de prensa al día siguiente a las nueve de la mañana, una hora que, en ese micro mundo y el Madrid de aquellos años, entraba de lleno en la provocación. Es muy probable que la responsabilidad no fuese suya sino de alguno de los organizadores de su visita, celoso de su cercanía con el «premio Nobel» -es asombroso el número de pelmazos con vocación secante que brotan en torno a las grandes figuras, y ese es el primer cinturón que tienen que superar los entrevistadores-, pero lo cierto es que la rueda de prensa comenzó, como tantas veces, con los periodistas amurallados tras  escudos de prejuicios. Que, como he dicho, cayeron con la primera pregunta.

Y no porque Brodsky se hiciese el simpático, el colega con la prensa, como es tan frecuente con las figuras «mediáticas», sino porque hablaba, como he dicho, con una brillantez y una honestidad desarmantes. No suele ser tan fácil, y no es infrecuente que un encuentro con alguien que merece la pena se malogre porque los periodistas no son capaces de dejar a un lado, no su curiosidad, sino las ideas hechas que sólo han ido a confirmar. Si alguien quiere una prueba del lenguaje de Brodsky, no lo remitiré a su poesía, de siempre difícil traducción, sino a su perturbador ensayo (¡!) Una habitación y media, perteneciente a Menos que uno (ha sido reeditado).

He recordado el encuentro con Brodsky en parte también por el contraste de estos días en España. Y es que su visita de 1988 se produjo en un fervoroso ambiente en apariencia cultural que hoy, en el recuerdo, parece de ciencia ficción. Son pocos los poetas y artistas de esa talla que nos visitan, a diferencia de lo que sucedía entonces, y no creo que se deba a que hace demasiado tiempo que cayó la Unión Soviética y los disidentes de la época ya están jubilados. Es verdad que ya no hay instituciones que los inviten a declamar en recitales públicos pues las entidades como el Consejo de Investigaciones Científicas, que invitó a Brodsky, están demasiado ocupadas en intentar sobrevivir al poder tecnócrata de los científicos y al dinero menguante, pero no basta como explicación. No creo errar mucho al intuir que se trata de una suerte de apagón cultural cuyos pasos no coinciden con los de la crisis económica, y que tardaremos en recuperar el entusiasmo de aquellos años por la gran cultura o al menos algunos de sus destellos.