MIRADA SORELA

El último Sábato

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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Ernesto Sábato

Recuerdo que cuando volví de entrevistar a Ernesto Sábato por primera vez, mi compañero en El País Carlos Tarsitano, de origen argentino, me preguntó: «¿Y te habló de esto, aquello y lo de más allá?» Carlos, entonces periodista de Internacional y ahora bloguero a caballo entre Madrid y Buenos Aires, había sido reportero de cultura del periódico La Opinión entre los años duros 1970 y 1973. Le dije que sí, y Carlos comentó: «Es de lo que habla desde hace treinta años».

Esto era al final de los años ochenta, por entonces Sábato se acercaba a los ochenta años y todavía no había firmado el Informe conocido por su nombre, sobre la dictadura argentina. Y en efecto, en la entrevista me había dado esa sensación de estar repitiendo conceptos e ideas ya muy fijas, y también profundas (no siempre es el caso). Es uno de los temores del periodista -del periodista que no busca confirmar ideas previas sino buscar otras-, pues uno de los efectos es que el entrevistador queda convertido en magnetófono, y sus preguntas, en la charla con sonido apenas audible de un matrimonio ya desgastado. Durante mucho tiempo pensé que era una propiedad de los entrevistados mayores, ya sin energía para inventar nuevos enfoques. El caso más espectacular era Cela, que pese a su evidente agudeza daba la impresión de contestar ciertas frases retumbantes le preguntasen lo que le preguntasen. Y el menos, John Berger, que siempre pone una pausa de intensa concentración entre la pregunta y su respuesta, con lo que la primera queda como formulada por alguien muy sabio, aunque sea un humilde reportero de Cultura. Si es o no un truco no lo sé, pero el resultado es que el reportero se siente de verdad incorporado a la conversación y se cumple así una de las primeras condiciones de una entrevista digna del nombre.

Luego, con el tiempo, llegué a la conclusión de que no tiene tanto que ver con la edad como con el oficio: la gente muy entrevistada termina por repetirse, así sean muy jóvenes. Y lo aprendí también sobre mi propio trabajo de escritor y las actuaciones aledañas. Es muy difícil seguir siendo ingenioso en la quinta entrevista de una mañana, en la gira de promoción de un libro, entre otras cosas porque las preguntas de los reporteros tampoco suelen cambiar mucho. A todo lo cual hay que añadir las bobas técnicas de la publicidad: como políticos, algunos escritores piensan que hay que enviar pocos y nítidos mensajes para ir construyendo cierta «imagen» de «producto» en un «mercado» en el que «compiten» muchos. (No, no es una broma).

Ese no era el caso de Ernesto Sábato, sin duda, a esas alturas un pensador, más que escritor, obsesionado entre otras cosas por la deshumanización del hombre en las mandíbulas de la modernidad y de la técnica, y por favor léase esta frase como alusión a algo mucho más complejo, y no como síntesis o resumen.

Volví a hablar con Sábato, por teléfono, a propósito de una exposición en Madrid de sus pinturas, más bien oscuras y muy influidas por su pensamiento conceptual, y a las que él, en ese momento, les daba más importancia que sus escritos, me parece recordar, o por lo menos ocupaban más sitio en su vida. Entonces tenía muy serios problemas de vista y leía con dificultad.

Y el tercer o cuarto encuentro, no recuerdo bien pues en los años ochenta Madrid era como un aeropuerto en tránsito de infinidad de escritores del orbe hispano, y varios de ellos visitaban la ciudad una vez al año como mínimo, se produjo inducido por Elvira González Fraga, compañera y consejera del escritor, ex profesora de universidad y gran conocedora de su obra, claro está, y con una característica no frecuente entre las compañeras de artistas célebres: Elvira es propietaria de un pensamiento propio y no siempre incondicional del escritor a quien admira. Nos conocíamos desde hacía años, y ella había hablado bien a ciertos editores de mis libros -que conocía (no es siempre el caso entre los elogiadores)-, e incluso, más tarde, tuvo el detalle de pedirle a Sábato que escribiera una nota recomendándome a una voluminosa editorial francesa, me temo que sin éxito, lo que desde aquí le agradezco: entre otras cosas porque la generosidad con los más jóvenes tampoco abunda en esa generación de grandes maestros hispanos, y otra excepción, al menos en mi caso, fue José Donoso. Carlos Fuentes también solía hablar de los que venían detrás, aunque no puedo dejar de mencionar que Fuentes era un gran chambelán de la muy compleja sociedad literaria mexicana, a cuyo lado el Versalles de Luis XIV parecería tan sutil y bondadoso como un partido de fútbol entre luchadores de sumo.

El problema de ese tercer encuentro, me vino a explicar Elvira con complicidad de amiga, es que Sábato no quería de ningún modo entrevistarse con un periodista, ni sostener ninguna conversación que se pareciera a una entrevista. ¿Entonces?, le pregunté. Yo hablaba desde la ajetreada redacción de El País y en ese momento no llevaba un sombrerito con la palabra «Press» en la cinta porque ya no estaban de moda. Pero eso es lo que era, Press, al menos de diez de la mañana a ocho o nueve de la tarde. Sábato, me dijo Elvira, quería salir y tomar unos vinos y disfrutar de Madrid que, por cierto, vivía una de esas intensas pero efímeras primaveras como la de estos días.

Y eso fue lo que hicimos. Fui a buscarles a su hotel, y paseamos por algunas de las calles que gustan a los que visitan la ciudad, y nos sentamos en terrazas, charlando… hasta que fui comprendiendo que esa sí era una entrevista. Y que podría escribirla en mi periódico, con libertad, siempre y cuando -ahí- no lo planteara explícitamente como una entrevista. Estábamos haciendo teatro, y no el a menudo hipócrita que tienen que padecer los periodistas como un impuesto sino algo relacionado, más bien, con la angustia.

Comprendí entonces, y ahora más, en el recuerdo, que Sábato era prisionero de su propia sombra. Me acordé de Borges, su amigo a ráfagas, que estaba «harto de Borges» y quería que la función no continuase en el más allá. Ahí estaba, un hombre mayor pero todavía sano y fuerte, queriendo escapar de la servidumbre de la «gloria literaria», en la que no creía, era demasiado lúcido… pero que sin embargo le gustaba. Un alma atrapada entre él y su sombra.