MIRADA SORELA

Nathalie Sarraute, contra el tópico

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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© Sophie Bassouls/Sygma/Corbis

«ES LA SENSACIÓN LA QUE IMPONE LA FORMA». ENTREVISTA.

Conversar con Nathalie Sarraute, nacida en 1902, una mujer con edad suficiente para recordar una primera infancia en la Rusia de los zares, es todo un ejercicio de gimnasia mental. Obliga a revisar no sólo tópicos vulgares, sino dogmas impresos mil veces. Por ejemplo, que los escritores del Nouveau Roman forman un grupo. Quizá. Pero casi no se conocen entre ellos.

La conversación con la escritora -ojillos negros, palabra precisa y tolerante- es la negación del fatalismo de la edad, un constante reto a vencer el más sutil lugar común y el espectáculo de una anciana que mira la vida como si la hubieran inventado ayer.

Porque esa es otra entelequia: Con la Sarraute se comprende de una vez que su creación tiene poco que ver con heladas rebeliones de la pluma, y mucho con la vieja sensibilidad de la buena literatura. Define al Nouveau Roman (la Nueva novela en traducción irreconocible) lo que define a las vanguardias: la ansiedad de cambiar de piel. En los años treinta, Nathalie Sarraute no concebía que un novelista pudiera seguir apostillando con un «dijo Jean» una réplica, y en 1939, presa del eterno deseo de expresar lo que hasta el momento nadie había hecho, escribió Tropismes. En apariencia, prescindía de la trama, prescindía de los personajes, que carecían de nombre. «No podía poner nombres», dice. «Y no podía porque el nombre se colocaba entre el lector y yo, y lo distanciaba». Luego hubo una moda en que los novelistas se dedicaron a no bautizar a sus personajes. Todos eran él, ella, nosotros… como en un curso de español, primer nivel. «Una moda estúpida», dice. «Es la sensación la que impone la forma. Si el tema es insólíto, también lo será la forma».

Sarraute ni siquiera pensaba en la publicación de Tropismes, mas una vez escrita comenzó el viacrucis de todos los vanguardistas que en el mundo han sido. Envió su manuscrito a todas las editoriales, y todas las editoriales se lo devolvieron. Aún hoy conserva alguna de esas negativas. Un valiente, Robert Denoél, se decidió al fin y publicó su libro. Un fracaso, claro.

El deporte del crítico

Medio siglo después de Tropismos, no se puede decir que el Nouveau Roman sea popular, y ello pese al reconocimiento que supone el premio Nobel a uno del grupo, Claude Simon, el año pasado. Es más: uno de los deportes más practicados por los críticos literarios de occidente es dar por muerto el Nouveau Roman, cuyas ediciones se van renovando gracias a la fe de unos miles de fieles que ya no leyeron de la misma forma después de hacerlo con Sarraute, Simon, Robbe-Grillet, Butor, Duras. Y sin embargo, Sarraute considera dificil hablar de grupo. No lo niega, pues esta mujer no conoce los colores blanco ni negro, sino que lo considera difícil. «Todos abordamos nuestro trabajo de una forma diferente. Lo único que teníamos en común era la necesidad de liberar la literatura de ciertas formas. Mi literatura describe movimientos interiores, y la de Robbe-Grillet, realidades exteriores».

Nathalie Sarraute -de nacimiento Natacha Tcherniak- se enteró de que era judía cuando un montón de desequilibrados decidió dividir a la humanidad en función de la raza y la nación. Ella pertenecía a una familia judía de socialistas rusos revolucionarios, agnóstica, en la que precisar la religión, la raza, la nacionalidad de alguien «se consideraba casi una indecencia». Pasó la guerra con sus hijos, al amparo de la identidad ficticia de Nicole Sauvage, en una granja para niños cerca de París, mientras su marido resistía.

En 1944 regresó a su piso de París -en el distrito 16, uno de los más elegantes, «aunque también de los más tristes»- gracias a la complicidad del portero, también de la Resistencia. Sólo después de la guerra sintió solidaridad de nación, de raza, por las víctimas del genocidio. Pero su primera visita a una sinagoga fue en 1966. A la escritora no le gusta hablar de la guerra. «Ni siquiera creo tener derecho a ello, fui una privilegiada al lado de los que sufrieron el horror».

Privilegiada, sobre todo, por haber podido escribir. El resultado fue Retrato de un desconocido, por el que Jean Paul Sartre, orate de la nueva filosofía que definía la posguerra, se interesó antes de que lo terminara. Lo apadrinó. Se ofreció a escribir un prólogo. «Sartre pensaba que yo hacía anti novela, y eso le interesaba. Pensaba que era una tentativa de asesinato de la novela, como Miré, que había bautizado uno de sus cuadros el asesinato de la pintura», A pesar de este apoyo -autobuses de turistas acudían al barrio Latino para ver si por causalidad veían a Sartre escribir en su mesa de Aux Deux Magots-, Sarraute tardó, de nuevo, en encontrar un editor. Fue Robert Marin. Se vendieron 400 ejemplares y el resto de la edición fue prensada para papel.

La autora no acepta que sus libros carezcan de historia. Es más, la condición misma de la novela es que haya una historia. Simplemente, la que ella hace es de otro tipo. Tiene «un movimiento interior, una acción que se desarrolla, un tema. Es algo cerrado en sí mismo, que crece y termina».

Sus ojos brillan un poco más y se la nota más atenta, más aún, cuando se le sugiere un parentesco con lo que supuso el cubismo, una nueva forma de mirar. «Los escritores llevamos un siglo de retraso sobre los pintores y los músicos», dice. A su juicio, la literatura no ha asimilado aún los grandes cambios del siglo. Reconoce que, pese a todo, sigue siendo una escritora de minorías.

Ya está resignada, Sarraute, a que no la sigan más que quienes «tienen cierta sensibilidad por la literatura». «Toda buena literatura es marginal», dijo una vez, y cuando se le recuerda, matiza, pues no se casa ni con ella misma: «Mucha buena literatura tiende a ser marginal. ¿Cómo excluir a escritores como Dostoiewski, Flaubert … ?».

En su conversación aparecen con regularidad Joyce y Proust -dos marginales-, y éste último a propósito de la crítica. Ahí caen otro par de ideas preconcebidas. Una: Aunque hasta no hace mucho la crítica la trató como un trapo, Sarraute defiende la utilidad de ciertos críticos. Y dos: Se siente bastante lejos de la llamada nueva crítica que nació al alimón de la nueva novela, la secuestró y la ató a una silla hasta el punto de casi asfixiarla. «Para los estructuralistas, Proust terminó no siendo más que una construcción en rosetón», dice. Dicho esto, Sarraute matiza de nuevo y salva algunos críticos.

La novelista del bar

La escritora no rehúye el viaje, la aventura. El miércoles habló en el Instituto Francés de Madrid (motivo de su viaje), y sólo para contestar preguntas. Le gusta aparecer en público, y no hace mucho hizo de maitre d’hotel en la obra Fresh water que Virginia Woolf escribió para sus amigos. En efecto, la compañía era de amigos: el matrimonio lonesco, Robbe Grillet, Thomas Bishop…Su vida es en apariencia tranquila. Escribe tres horas todas las mañanas en un bar -«estoy más tranquila»-, con tanta concentración que los parroquianos han terminado por intrigarse. Puede escribir hasta 50 versiones de un pasaje. Termina agotada. Por la tarde descansa, escribe cartas, lee las obras de los amigos -«ellos me leen a mí, y hay que corresponder»- Nunca vivió sola. El año pasado murió su marido. «¿Es creyente?» «Desgraciadamente no. Sería un gran consuelo». «¿Se siente usted sola?» Primer silencio de la entrevista.