MIRADA SORELA

«La verdad se oculta más que nunca»

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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© Sophie Bassouls/Sygma/Corbis

ENTREVISTA CON LEONARDO SCIASCIA EN SU CASA EN SICILIA

Hacía tiempo que Leonardo Sciascia no creaba una expectación semejante, y eso pese a que El caballero y la muerte (Adelphi) tiene 90 breves páginas y tan sólo hoy debe de estar llegando a las librerías de Roma. Los cronistas italianos han dicho que se trata de un libro memorable, y alguna amiga suya, que es casi una, autobiografía. Vuelve a aparecer la figura del investigador que no concluye, quizá la más característica de su vasta obra.

En esta ocasión, 1989, es un policía desahuciado y, con esa nitidez de acero que define a Sciascia, la obra profetiza desgracias. Ocurre que varias de las profecías de Sciascia se han cumplido. El escritor recibió a un redactor de EL PAÍS en su domicilio de Palermo, Sicilia.

Leonardo Sciascia tuvo presentes, esto es, los tuvo ante sí, dos cuadritos no muy grandes cuando ideó y escribió el libro: El caballero, la muerte y el diablo -un grabado de Durero que representa a un guerrero en su montura y junto a él, el diablo, a caballo también-, y el capricho de Goya que se titula Ha muerto la verdad. El resultado es la misma prosa clara característica de Sciascia, y lo que según los primeros cronistas italianos supone el regreso del escritor a la narrativa después de varios años de novela documental. «Yo no hago diferencia entre los géneros», comenta el escritor, para quien todos estos análisis no son más que un síntoma de la pereza mental de los críticos. Así, una narración en apariencia sencilla, en apariencia policiaca: un inspector designado por su función, Vice (policía, en jerga italiana), indaga la muerte de un tal abogado Sandoz, que el día antes de su asesinato recibió una nota: «Ti uccideró» («Te mataré»), decía.

«No temo a la muerte», dice Sciascia, que en algún sitio ha citado a Montaigne: «Vivir es prepararse a bien morir». «A lo único que temo», prosigue, «y es una neurosis, es a ser enterrado vivo.» La muerte es uno de los pocos temas que se repiten a lo largo de una conversación en varias etapas a lo largo de un fin de semana. En otro momento dirá que siente una cierta curiosidad intelectual por ella, pues no la conocemos. Curiosidad, y también «ilusión de que se trate de un puerto de paz».

La precariedad

Da la impresión de que la valentía del escritor no depende del peligro. Da la impresión, simplemente, de que Sciascia es un hombre valiente. Y no sólo por sus grandes atrevimientos, si así se pueden llamar, como sus enfrentamientos con poderes muy fuertes: la mafia, a la que no ha cesado de atacar durante décadas desde el corazón mismo de Sicilia, y el movimiento en contra de ella, que según él da de comer a algunos; la Iglesia, sobre la que ironiza sin pausa; el partido Comunista, del que aceptó ser compañero de viaje durante un año y medio en el ayuntamiento de Palermo; el terrorismo brigadista: siempre dijo que tenía color rojo… No, da la impresión de que es un valiente porque lo demuestra en hechos sencillos. Cuando el sorprendido visitante de su casa le pregunta si no teme por la seguridad de su formidable colección de arte, que mima con el vicio de un auténtico enganchado, responde: «Oh, sabe usted, siempre he creído que los bienes materiales son muy precarios».

En sus numerosas batallas contra casi todos, Sciascia se ha forjado una imagen más bien dura, y en Italia su nombre divide a los contertulios en dos bandos: a favor y en contra. Es además siciliano hasta en las contradicciones de su relación con la isla -«ni contigo ni sin ti puedo vivir»- y tienta caer en el tópico que les atribuye reserva, pesimismo, interés por la muerte, inteligencia… La reserva se quiebra pronto, quién sabe por qué mecanismo interior, y entonces, en un comportamiento afable y suave, destaca con fuerza un extremado pesimismo. «El poder es el poder», medita sobre uno de los temas más constantes de su obra, «y todo poder es demoníaco. Ahora es más poder que nunca. Invisible, subterráneo, domina nuestra vida…»

Maestro durante veinte años porque no tuvo dinero para estudiar derecho -la justicia, reconoce, no sólo es otro de los grandes temas de su obra, sino la obsesión que guía su actitud de hombre público-, Sciascia ha llegado a creer que «toda revolución termina siendo contrarrevolucionaria», y que hoy por hoy «el único acto revolucionario es ser conservador, siempre y cuando se intente conservar lo mejor del pasado; el que quiere conservar lo peor es el contrarrevolucionario». Por ejemplo, la eterna coartada para evitar el compromiso, el «tengo familia», no es según Scíascía más que «un pasaje para la cobardía».

«Veo irreversible el proceso de deterioro humano», dice Sciascia con su voz enflaquecida por una vida de tabaco. «Nadie puede convencer a la gente para que utilice el coche de una forma racional, para que no mire la televisión» (objeto estupidizante, lo llamará, y también poder), «para que no contamine la naturaleza». Y más adelante: «El proceso científico lleva a la humanidad al desastre. Es posible que los fisicos hayan encontrado un momento para meditar sobre Hiroshima y Chernobil, pero los biólogos corren de una forma preocupante». Como ya dijo Ortega, que Sciascia admira, el hombre tiene menos silencio que nunca para pensar. «No creo que llegue a ocurrir el desastre nuclear deliberado, pero pueden ocurrir tantas otras cosas…»

Es evidente que El caballero y la muerte es una obra autobiográfica, y no sólo porque el protagonista fume con temeridad y posea el grabado de Durero. Lo es, sobre todo, porque trata de las cosas que, parece, preocupan a Sciascia sobremanera. La muerte de la verdad, por ejemplo. «Tengo la obsesión evangélica por la verdad, sin la cual no hay libertad posible», dice. «Y el poder de hoy no admite la verdad». «Es cierto que la muerte es una verdad inescrutable, pero también existe una verdad en el sentido civil». Hubo periodos de la historia, como el siglo XVIII, en los que la verdad casi convivió con el poder. «Hoy está más oculta que nunca».

El riesgo de leer a Tolstoi

 

Sciascia leía un día a Tolstoi cuande, le llegaron las pruebas de El día de la lechuza, una de las más de treinta obras de su bibliografia, cuyo número exacto dice no conocer. El choque entre su prosa y la del ruso le creó una gran depresión y retrasó la entrega de las pruebas durante semanas.

Es un escritor famoso por haberlo leído todo -quedan pocos de esta clase-, y por sus grandes pasiones: Tolstoi, Voltaire, Cervantes, en general franceses y españoles. Sobre todo, Stendhal. «Stendhal amaba muchas cosas que yo odio, por ejemplo la mafia, pero tenía una pasión por la libertad. Sobre todo lo amo porque en su obra hay la menor separación posible entre el texto y la vida».

Sciascia conoce la literatura española como no la conocen muchos españoles. Además de Cervantes, sobre quien ha escrito a menudo, prefiere a Calderón, La vida es sueño, «porque da la idea más completa de lo que es el poder. Me dio mucho que pensar en el caso Moro».

Los dos libros que prefiere de su propia bibliografía son La desaparición de Mayorana El caso Moro. Esa fue otra de sus profecías: antes de que ocurriera, publicó Todo modo, novela de escalofriantes similitudes con lo que iba a suceder. Otras profecías: el nacimiento de la antimafia, y las disensiones entre los jueces que la combaten.

 

Sin prejuicios

Últimamente se ha vuelto vegetariano y eso alarma a sus amigos. Adelgaza, lo que parece incomprensible si se ha probado una comida de la señora Sciascia, una sombra de pelo blanco que siempre sabe dónde encontrar los libros a los que recurre el escritor de forma constante para apoyar su conversación. Su manera de fumar llega a destacar. Quiere decirse que llama la atención cuando no tiene encendido un cigarrillo.

Habla en voz tenue, con poco aliento. Es tímido y, pese a la imagen de dureza que pueden dar sus escritos, resulta en el trato un hombre extremadamente afable, capaz de separar constantemente la ironía del sarcasmo, a quien visitan los amigos con gusto evidente, y con un sentido de la hospitalidad notable en un país que la aprendió de los árabes. Guarda en todo momento lo que sorprende en sus libros: la capacidad, insólita a los 67 años y aún antes, de enfrentarse a las cosas con ojos nuevos, sin prejuicios.

La manzana

Aunque él cree que los sicilianos le aman «porque saben que, en el fondo los defiendo», no es difícil escuchar críticas a Sclascia aún en Palermo. No se comprende sobre todo su denuncia del montaje antimafía, al que se adhirieron voces interesadas. Él se siente como el que fuera su amigo, el pintor Guttuso: «Incluso cuando pinto una manzana, ahí está Sicilia». Ex diputado europeo por el partido radical, no le interesa el separatismo y menos, dice, si es el de una región más rica.

Ya no viaja como antes. Teme al avión, pero no porque se vaya a caer, sino por la claustrofobia. Como siempre, reparte su tiempo entre La noce (La nuez), su pequeña finca de Racalmuto, en donde vive en verano, y su piso de Palermo, custodiado tan sólo por un anciano portero que habla con veneración y también familiaridad del professore. El suyo es un piso amplio, empequeñecido por los estantes de libros que a menudo contienen joyas bibliográficas, y por los cuadros. Muchos cuadros, grabados y dibujos casi todos, elegidos por los ojos de un escritor: tienen historias.

Qué cuadros. Tres o cuatro grabados de Goya, caprichos y tauromaquias, algún grabado de Durero, alguno de Manet, varios de Picasso y entre ellos el retrato de Vollard, el que encargó al pintor su serie más famosa, una miniatura primorosa de Stendhal… cuadros y libros se aprietan por toda la casa. Sobre el despacho, el retrato de Pirandello.

Publicado originalmente en El País, 9 de diciembre 1988