MIRADA SORELA

Días felices con Sciascia y el fantasma

Apartado: Diálogos, entrevistas e invitados

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Leonardo Sciascia.

Como si fuese un pescado de la memoria, la Red, esta página, me ha devuelto a Marcella y con ella Italia, Leonardo Sciascia en Sicilia y tal vez los mejores días que viví en el periodismo. Marcella me ha escrito, no sé si desde Roma, Nueva York o La Habana, que son ahora sus ciudades, pero no importa, lo esencial es que ha vuelto.

De Marcella recuerdo sus cafés tipo bomba en su apartamento del Trastevere romano, su sabiduría en los mercados de verduras ausentes en España -los italianos tienen el mismo clima y el doble de verduras, ignoro por qué-, sus lecciones sobre cómo no se come la pasta, sus amigas… y el día en que me dijo, como si fuese tan fácil: «¿Te gustaría entrevistar a Leonardo Sciascia?» Y se corrigió: «¿Te gustaría intentar entrevistar a Leonardo Sciascia?» ¿Por qué «intentar»? «Bueno», me dijo Marcella, que había sido su asistente en el parlamento de Roma: «Él es siciliano y muy suyo. Te conocerá, y puede que acepte, y puede que no. Según.»

Yo trabajaba en El País y estaba mal acostumbrado. Por lo general los escritores querían ser entrevistados para el periódico, y alguno, incluso, como Aldo Busi, hacía tales esfuerzos por soltar frases de titular que lo convirtiesen en el niño malo de las letras italianas, el muchacho rebelde o alguna postalita por el estilo, que mi jefe entonces, Félix Bayón, que tenía una de las mejores carcajadas que recuerdo, me permitió escribir, no la entrevista sino la crónica de los esfuerzos de Busi por llamar la atención, algo mucho más informativo. Poco después leí satisfecho la columna furiosa de Aldo Busi en su revista. Eso fue años después de lo de Sciascia.

O sea que allí fui, a Palermo, a presentar mi examen. Lo cual me cuesta creer incluso a mí: ¿Aceptaría hoy un periódico español enviar a un reportero a intentar entrevistar a un escritor en Sicilia, un escritor que no sea un superventas, la estrella de las Ferias de todos los Libros? ¿A puede que sí y puede que no? Lo dudo mucho. Hoy los gastos de muchas entrevistas con actores, por ejemplo, que pueden muy bien suponer dos o tres días en Londres o Los Ángeles en adivinables hoteles de cinco estrellas, están cubiertos por las productoras de cine. Más de la mitad del presupuesto de una Gran Producción se va en publicidad, y sé de alguien a quien un colega le pidió si podía llevar su magnetófono a una entrevista en la que el primero tenía una «exclusiva». No era tal, era tan sólo la exclusiva para España, matiz como el de la obra única en las galerías de arte de escultura, que en realidad admite seis copias: a eso se le llama genialidad para los negocios. La entrevista personalizada en cuestión suele ser en compañía de media docena de periodistas de otros tantos países, y a los veinte minutos una jefa de prensa de ojos azul puritano levanta la sesión.

Y sí, (tosecita), Sciascia me aceptó. Estuvimos charlando de literatura, él aún tímido, y luego preguntó «¿comemos?» y nos guió hacia el comedor de su casa. Marcella me guiñó el ojo en signo de victoria. Pero no supe que había aprobado el examen hasta el segundo día.  Marcella ya se había vuelto a Roma y, tras no sé cuántas horas de conversación, lo dejé en paz y me fui a disfrutar de mi hotel, que según había alcanzado a ver daba como mínimo para una obra de teatro. Era el Grand Hotel des Palmes, del que puedo hablar porque ya lo han «reformado», claro está, para estropearlo. Ya es un Ritz cualquiera, como los hoteles a los que van los entrevistadores de estrellas. Entonces era un hotel que se caía por las esquinas, con camareros nacidos en el último tercio del siglo XIX que traían soperas humeantes desde remotas cocinas en un comedor sin clientes y cuyos pasos crujían sobre un parqué que había conocido a Verdi. Todo el hotel estaba desierto, decían, y desde luego lo parecía, salvo por un marqués que residía en el hotel, como se hacía antes, un marqués italiano más polvoriento de lo que le correspondía por rango, tan viejo que ya no se sabía si seguía siendo cliente, fantasma de cliente o pura leyenda como, digamos, Lampedusa. Podría atestiguar que no era pura leyenda, pero eso me retrasaría el cuento de que, estando yo tendido en la cama extraviada en la habitación como una balsa en un mar en calma, leyendo después de aquella cena solitaria, me llamaron a la recepción y uno de los amigos que había conocido en casa de Sciascia me preguntó qué hacía yo en el hotel, Sciascia me estaba esperando para cenar.

El problema es que Sciascia me estaba esperando… en la mesa central del banquete del premio Strega, uno de los más sonoros de Italia, que por algún azar le entregaban esa noche a Gesualdo Bufalino, uno de sus amigos. Y aunque por lo general los premios literarios me dejan aún más frío que los hoteles de cinco estrellas (suelen ir paralelos), lo cierto es que yo no tenía ni corbata.  «No importa», zanjó el amigo, y no me puso el abrigo ahí mismo porque en Palermo no se usan.

Creo que la entrevista que publiqué a los pocos días refleja de algún modo el entusiasmo, por mi parte, puesto que en aquella conversación que duró tres días recuerdo muy bien haber pensado con toda nitidez: «Y encima me pagan». Esos días fui feliz, a lo que ayudó el escenario: mi hotel literario, que ya no lo es, y una ciudad intrigante donde las haya -y no por lo de la mafia, que es la viruela-, en una de las islas más viejas y con más capas de civilización del mundo. Esos días sentí con fuerza -hubo otras ocasiones- el privilegio del periodista a quien un gran talento le entrega, no sólo una hora de conversación -en este caso unas cuantas más-, sino, con enorme generosidad, verdaderos hallazgos de los que han costado una vida. A Sciascia le debo, por ejemplo, el haberme hecho, como al paso, el par de comentarios claves que sacaron a Stendhal de la lápida de la gloria oficial y reabrieron mi interés por él: así pasó de ser el recuerdo  de El rojo y el negro, en mi colegio francés, y de una profesora que siempre se vestía con esos colores en homenaje a él, a convertirse en uno de mis maestros. Sólo un escritor de verdad  puede conseguir eso, Sciascia hablaba como igual, no sólo como estudioso. Escribí más tarde un ensayo sobre Stendhal, pero para sacar la conclusión de que es inabarcable, inagotable y, por sorprendente que parezca, bastante desconocido. No hay forma de pagar una deuda semejante.

Luego habría de volver más de una vez -los países son como amantes y ocupan las vidas a ráfagas-, a conversar con Sciascia y me temo que igualmente a su funeral conmovedor, acompañado no sólo por una multitud sino por una legión de amigos de verdad consternados. No, Sciascia no sería enterrado vivo, el único temor de un escritor en verdad valiente. No hay muchos y muchos ni siquiera se imaginan -ya los estoy oyendo reclamar su derecho a ser «como todo el mundo» y a tener vacaciones pagadas por una adaptación al cine-, ni siquiera se imaginan que escribir sea una profesión de alto riesgo, y lo que se arriesga no es tanto el cuerpo como el alma. Más que a los sicilianos, Sciascia representaba una suerte de conciencia que desbordaba con mucho los límites de cualquier isla.

Ya por la mirada y la calidez con que me acogió la señora Sciascia comprendí que, por una vez, sí era considerado en esa casa como un amigo y no simplemente como el amigo de un periódico poderoso, la cruz que tan a menudo han de cargar  los periodistas, aunque Dios los ha dotado con cierta ceguera y por lo general no se enteran. Mejor, así no sufren.

Cuando regresé de esa primera entrevista, mi redactor jefe no me preguntó si había pasado el examen y dio la entrevista por hecha.

A mí me brillaban los ojos y había crecido, si no recuerdo mal, nueve centímetros.

«De fábula», dije, «traigo material como para un libro», lo cual era cierto.

«Estupendo», me dijo él, «tienes una página con un doble faldón», lo que más o menos equivalía a cuatro folios mal sumados.

Y eso fue lo que se publicó.

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