Nombrar o calificar
Una de las primeras elecciones es la de decir: sol o decir crepúsculo. Es cierto que las dos son sustantivos pero no hay que fiarse: crepúsculo es un momento del sol, y un momento noble. Sol en cambio se refiere a algo muy concreto: una masa situada a 150 millones de kilómetros de distancia de la tierra, le quedan unos 5.000 millones de años de vida, tras haber vivido otros tantos, y su luz es un tanto perezosa: llega a la tierra tan sólo 8 minutos y 9 segundos después de haber salido de allí. Es lo que diferencia el día y la noche.
Digamos que en el momento de sentarse frente a la mesa, el escritor decide qué va a ser: un científico o un poeta. Es una decisión tan o más crucial que la del músico a la hora de elegir sus instrumentos. Decide escribir de forma objetiva, una entelequia en la que creemos más o menos desde el Siglo de las Luces (tomaría un libro describirlo), o subjetiva, corriente o fatalismo que asciende a los Románticos (otro).
Y parece una elección neutra, técnica, pero no lo es tanto. Por alguna razón hay épocas que imponen o demandan más una elección que otra. Hay tiempos calmados, propicios a tranquilas formulaciones matemáticas en tardes de verano, y hay épocas en que los adjetivos se atropellan en la manos de los escritores y luchan por salir. Esta época quizá sería una de ellas.
Los escritores novatos desconocen que un sustantivo solo no basta, y que la palabra sol no refleja ni reflejará nunca tan solo una masa de fuego o de luz. Que es una palabra cargada de significados muy complejos, y entre otros el tiempo. Más aún: que no se sabe si por sol entendemos más calor que luz que tiempo. O sea que cuidado con ella.
Y los que acuden a crepúsculo, poseídos por la fe, tienden a desconocer que un adjetivo solo no basta. Que son necesarias ciertas condiciones, meteorológicas y gramaticales, para que crepúsculo haga su efecto y no sea, simplemente, una postal. Y una palabra postal está aquejada de una enfermedad severa.
Sustantivos y adjetivos se encuentran inmersos sin fin en las tensiones propias del mercado ideológico, en el que unos y otros creen tener la razón desde el comienzo de la civilización, y que por principio no tiene ni tendrá fin.