Podrías apagar tu despertador antes de que suelte su grito de pájaro perseguido, pero no lo haces. Dejas que salte y te golpee en los nervios, como cuando quieres expulsar un mal sueño. Lo mismo en el cuarto de baño: En otra ocasión hasta saldrías de debajo de la ducha para cambiar o apagar al portavoz de turno en la radio, y no lo haces: lo permites. Y al salir de casa, no coges a la derecha, para eludir unos árboles vecinos muy feos, de tipo matón, que hasta huelen mal, sino que coges a la izquierda, y tu estupendo, tu inigualable liquidambar que otoñea en cuatro colores refuerza la fealdad de tus árboles vecinos, como sabías que iba a ocurrir.
Y así. Te metes en el metro, y no te vas a una esquina para eludir las televisiones de Gallardón sino que te pones enfrente, para padecerlas: pantallas que no dicen nada, espectros de imágenes. Y luego en un semáforo no miras para otro lado para no ver las pantallas de publicidad y los chirimbolos que ensucian la ciudad -de Gallardón también-, sino que las miras. Te recreas con su publicidad banal y vacía como el interior de una pelota de tenis.
En tu trabajo, tras saludar a tu secretaria y recoger los mensajes a los que en tiempo normal dirías «Si vuelve a llamar, dile que no estoy», que es como se trata a la gente en Madrid para demostrar que uno es alguien, le dices que te los vaya poniendo de uno en uno. Más aún: les das conversación. También a los pelmas, incluso a los plastas. Belén, tu secretaria, no muestra extrañeza alguna, mira impasible, sostiene contra el corazón su bloc de taquígrafa, como siempre. Algunos dirían que es profesionalidad. Otros, indiferencia. Y otros, el signo de los tiempos. Y en realidad es pánico: Belén no sabe si está o no en la lista de los próximos despidos, y con su trabajo, los ojos con que te mira, dispuestos a no asombrarse de nada, a no hacer ningún reproche, pase lo que pase, quiere neutralizar a los capataces del destino. Es decir tú.
Si alguien se tomara el trabajo de comprobarlo -que nadie se lo toma-, observaría que hoy no sólo atiendes incluso a conversaciones sobre fútbol, teatro, viajes a París o a Roma… que por lo general no atenderías, sino que además no sueltas uno de tus habituales sarcasmos, por los que te has hecho famoso. Por lo demás, a nadie le preocupa si sarcasmeas o no. Más aún, las oficinas se van vaciando, te parece, incluso antes de tiempo. Quizá vayan a la manifestación. Quizá se atrevan.
Así transcurre el día. Es jueves. Por lo general estarías haciendo planes para salir de Madrid, ir en busca de los álamos altos y amarillos de tu casa en Gredos, aire fresco, piedras viejas y hasta lluvia que lo lava todo. Pero no: haces un plan minucioso para ir a todos los bares más ruidosos, comenzar un par de libros premiados de autores corruptos, y cenar con gente inmoral, de los que van a la India -como aquel personaje de Baroja que le pagaba a un infeliz para que chapoteara frente a su ventana en noches de lluvia-, de los que van a la India para comprobar una y otra vez, entre ropas de diseño y hambre, lo bien que viven ellos y lo mal que viven casi todos los demás.
Además, no soportas tu propia conciencia. El silencio. Que no hable. Que no diga nada. Eso es lo que no soportas.