MIRADA SORELA

Fatalidad

Apartado: Siete años de Blog

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Abre un ojo a la hora de siempre, pero por alguna razón oculta en un sueño, tal vez un poco más alegre. No se afeita la cara (por cuarto o quinto día consecutivo), aunque sí la cabeza para disimular una calvicie que a los 34 le hace parecer de 53. Se gira un poco para, con el espejo de mano al frente, repasarse en la nuca su afeitado, y de paso la letra china que se hizo grabar en el cogote; él pidió “fatalidad”, sobre un catálogo. Todavía no sabe que era el catálogo de un tatuólogo bromista, y que el signo no dice “fatalidad” sino “mesa de comedor”.
Al regreso del cuarto de baño, y creyéndose televisivo y lujoso por desodorantes y colonias de las que no se pueden resistir, según los anuncios, se sienta en la cama y se inclina sobre su novia, todavía dormida. Y ella, agitándose con el pelo sobre la cara, resopla y se resiste. Por fin logra hacer un mohín de niña mimada y con la mano trazar en el aire un gesto corto y confuso pero explícito. “Hueles a tabaco”, dice, algo que nunca dice por las noches.
Negándose a que ese rechazo no le estropee la mañana, el afeitado-al-revés abre su armario de par en par y se dispone a decorarse: Después de

Abre un ojo a la hora de siempre, pero por alguna razón oculta en un sueño, tal vez un poco más alegre. No se afeita la cara (por cuarto o quinto día consecutivo), aunque sí la cabeza para disimular una calvicie que a los 34 le hace parecer de 53. Se gira un poco para, con el espejo de mano al frente, repasarse en la nuca su afeitado, y de paso la letra china que se hizo grabar en el cogote; él pidió “fatalidad”, sobre un catálogo. Todavía no sabe que era el catálogo de un tatuólogo bromista, y que el signo no dice “fatalidad” sino “mesa de comedor”.

Al regreso del cuarto de baño, y creyéndose televisivo y lujoso por desodorantes y colonias de las que no se pueden resistir, según los anuncios, se sienta en la cama y se inclina sobre su novia, todavía dormida. Y ella, agitándose con el pelo sobre la cara, resopla y se resiste. Por fin logra hacer un mohín de niña mimada y con la mano trazar en el aire un gesto corto y confuso pero explícito. “Hueles a tabaco”, dice, algo que nunca dice por las noches.

Negándose a que ese rechazo no le estropee la mañana, el afeitado-al-revés abre su armario de par en par y se dispone a decorarse: Después de vacilaciones que mejor ahorrarse pues intentan una elección entre prendas muy parecidas, termina por escoger unas bermudas de cuadros, una camiseta de baloncestista de los Nicks (un equipo, creo, de Nueva York), y unas chanclas iguales a todas las chanclas del mundo -es imposible diseñar chanclas distintas, quizá esa sea la razón de su éxito-, con tiras de un color vino tinto que a él le parece “muy chulo”, y que resalta por contraste otro tatuaje que lleva en la pantorilla de un delfin largo y vertical, se diría que en pleno salto.

Y sale. Se siente en domingo, aunque no lo sea, y se propone desayunar afuera. La ciudad acude a su encuentro y por alguna razón hoy le parece más ruidosa. Oye que gente grita desde los coches y lanza silbidos desde los edificios, y se pregunta qué partido, qué campeonato habrá ganado alguien. Y le hace gestos amistosos a quienes le lanzan otros desde otros coches, desde las aceras, como buscando su complicidad.

Al fin llega a su destino, y entra, y se encuentra con que la cafetería está llena de gente, que discute con entusiasmo pero que sin embargo se gira a mirarle como si él fuese portador de buenas noticias. Y lo debe de ser porque todo el mundo le saluda y hasta le sonríe, incluso se ríe como buscando su complicidad. De modo que la entrega: saluda y se dispone a reír cuando de pronto está rodando por el suelo.

Se encuentra aturdido y sin saber qué ha pasado, pero como todo el mundo se ríe -todavía no con la plenitud que alcanzarán más tarde-, imagina que ha tropezado, o algo, y no tiene más importancia. De modo que se levanta… para rodar de inmediato poco después. Y esta vez comprende que tiene que ver con el ardor que siente en la mejilla, y con otro fulano que se encuentra frente a él. Un tipo de mirada sonriente, aunque algo fija, y una nariz muy roja, como de alcohólico.

Y sí, vuelve a rodar al poco de levantarse. Ahora ya sabe que rueda porque el otro sujeto le pega grandes bofetadas con una mano grande y blanca. Piensa en devolvérselas pero nada más verle al sujeto los pies se da cuenta de que será inútil. Además de labios muy gordos, el sujeto lleva grandes zapatones, y aunque le pegue tremenzos puñetazos el hombre se inclinará adelante y atrás, sin caer, como un muñequito de salpicadero de coche.

Pero no son los bofetones los que le hacen comprender. Es sólo cuando intenta sentarse y alguien le retira el asiento y se cae de culo cuando confirma que, en una metamorfosis que no termina de ver dónde comenzó, se ha ido convirtiendo en el payaso de las bofetadas y ya es demasiado tarde.