No fue sino hasta el final del segundo tercio del Siglo XXI cuando alcanzó su pleno desarrollo el proyecto de Las Vegas, en Madrid, una ciudad-bar en medio del descampado castellano manchego que durante un tiempo cambió lo que se creía saber sobre el azar y la diversión.
Para empezar, el azar se simplificó. Para construir un mega casino sin fronteras, los juegos de azar se resumieron a cuatro: Un poker abierto y a partir del 7, la veintiuna rebajada a once, y el cara y cruz de una moneda al aire, eso sí, un dólar de plata tirado por sofisticados croupiers con arabescos inspirados en los que lanzan el bastón al aire en los desfiles de Estados Unidos. La ruleta, símbolo de los casinos en el mundo entero pero demasiado complicada para las nuevas generaciones, se había reducido a una apuesta a rojo y negro para mantenerla viva. Si alguien se arruinaba, se le permitía descansar en grandes salas habilitadas como aeropuertos, donde múltiples monitores ubicuos mostraban a jóvenes locutoras-sacerdotisas invitando en inglés, chino y ruso a la aceptación del destino. Con esas salas se procuraba que la gente no regresase a Madrid y sus ciudades antes de tiempo para que no fuesen identificados como perdedores… y humillados.
Sí, porque no se accedía a la ciudad mediante ninguna entrada-pasaporte, pulsera o sello brillando en el dorso de la mano. A la entrada, en un ritual algo iniciático acompañado música heavy, se bebía una Coca-Cola con una píldora de fórmula secreta que teñía los ojos: verde pálido para los jugadores de sólo una noche, azul triunfo para quienes también alquilaban una habitación, o rojo vampiro para los valientes y ambiciosos que se disponían a quedarse más de veinticuatro horas. Pocos resistían este tiempo y las salas de descanso estaban sobre todo ocupadas por estos últimos, que a veces lloraban lágrimas rojas, parecidas a sangre, en busca de consuelo.
Agrupar y catalogar a través de los ojos no era una coqueta cuestión de diseño sino una necesidad: Las clases sociales resultaban indistinguibles ya que todos iban vestidos más o menos de lo mismo. Por segundo siglo consecutivo los vaqueros seguían siendo el mayor uniforme de la Humanidad jamás inventado, así como las chanclas de firma en la temporada alta del verano, los tatuajes en bajo relieve y pintura fosforescente… y los collares de oro, que habían dejado de ser marca de narcotraficante y eran de uso común, sobre todo por la gente de posibles: el número de vueltas de los pesados collares anunciaba con cuánto riesgo estaban dispuestos a jugar. Lo que no se podía ver es que los collares eran uno de los medios mediante los cuales los jugadores recibían consignas de jefes situados en el exterior; también los podían recibir a través de los tatuajes, mediante casi imperceptibles órdenes a través de la sangre, o de las gorras de béisbol y gafas de sol que usaban muchos jugadores, no sólo los de poker, y que, más que ocultar sus intenciones, intimidaban al contrario y procuraban inhibirle en las apuestas.
No se puede hablar -es preciso reconocerlo- de un ambiente de sólo ocio y diversión. En Madrid-Las Vegas se podían respirar las tensiones propias de los casinos, como siempre allí donde circula el dinero, pero también las de la convivencia entre diferentes bandos. A los viejos, por ejemplo, que son grandes jugadores y por lo tanto un sector imprescindible de la industrial mundial del juego, no se les permitía jugar en los casinos más a la moda, pero se les conducía a réplicas casi iguales donde no se veían ni a jóvenes ni a guapos. Ellos fingían no darse cuenta de ese mundo súbitamente especializado.
Aunque en los otros casinos todos iban vestidos igual y todos tenían un físico casi idéntico, se las arreglaban para agruparse en tribus: los madrileños, los catalanes, los andaluces, los ingleses, los flamencos, los corsos, los escoceses, los ucranianos… En ocasiones se producían sobresaltos en torno a las mesas por cualquier nimiedad, y salían a relucir viejos agravios. Es evidente que las consignas exteriores les ayudaban a reconocerse y eventualmente atacar. Gorilas con cascos dotados de rayos X imponían la paz y, en caso de que algún grupo no quisiera calmarse, se le llevaba a unas dependencias reservadas, donde eran reeducados durante algún tiempo mediante la insistente lectura del Libro Azul de la lideresa fundadora de la ciudad, que llamaba a la libre circulación de las ideas.
Las esculturas de la Gran Lideresa punteaban la ciudad como una suerte de Culto al Líder y código del que sin duda formaba parte un ángulo recto triunfante, que presidía, armaba, sostenía y dividía todos los edificios. Hoteles, casinos, cafeterías y discotecas construidos en escuadra, como cartones de vino apilados en un supermercado y rindiendo tributo a un mundo simple y sin curvas. Además, todos los edificios tenían un nombre propio fácilmente reconocible y familiar a los visitantes de la ciudadela, desde el Hotel Levi’s hasta la discoteca Durex, con diez pistas y capacidad para veinte mil personas, y el casino Cocaína Gold (bautizado así tras la legalización de la droga, años antes). Sobre todas las azoteas triunfaba una escultura ad hoc, encargada a artistas de reputación internacional, visible desde lejos de forma que fuese también una feria de marcas permanente. Al mismo tiempo ese edificio incorporaba en su decoración la escultura totémica de mil formas diferentes: así, la aceituna del edificio Play Boy iba en las copas de Dry Martini esculpida en forma de conejita en miniatura. A las mujeres se les servía la copa con un conejito masculino. Y en los folletos de publicidad se escribía conejit@ para que hombres, mujeres y conejit@s no se sintiesen discriminados.