Sastrería. El tamaño
Más allá de la discusión boba de si el mundo es en aguamarinas o en rosas envoltorio de jabón, la última muestra de David Hockney en el Guggenheim de Bilbao ha propuesto el estimulante problema de si -aceptado que los dos lo son-, el tamaño es más creador que el medio en que se expresa, o al revés.
Con sus enormes cuadros inspirados en, por ejemplo, El sermón de la montaña -y donde el cuadro pretende reproducir la impresión de una montaña-símbolo vista de cerca (nada que ver con la de Jesús, en Palestina, que es más bien una colina nada escarpada y además con una iglesia en la cima), Hockney se reúne con el grupo de artistas cuya obra demuestra que el tamaño, y en particular lo descomunal, deforma en cierto modo el contenido y propone una creación en sí misma. No es ya sólo que En busca del tiempo perdido resulte sencillamente inconcebible fuera de la ciudad, el país, el continente lingüistico propuesto por Proust. Es que lo mismo sucede con Guerra y paz, Los miserables o Historia del pabellón rojo, títulos que son varios libros a su vez, y creados por autores, Tolstoi, Hugo o el chino Cao Xueqin, que en todo momento -y esa correspondencia resulta igual de fascinante- pensaron en grande. No es algo obligatorio. Desconozco qué pensaba David Foster Wallace al escribir sus descomunales reportajes como Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, o Georgia O’Keefe, al pintar sus capullos de flores como si fuesen el interior de catedrales, o James Agee al escribir su ultra realista y micro-detallado informe Elogiemos ahora a hombres famosos. Pero de lo que sí estoy seguro es que ese cambio de marco cambiaba la naturaleza de lo que pintaban -un deprimente crucero de los que venden para lunas de miel o aniversarios de boda, o las flores y el paisaje de Nuevo México, o la realidad económica y social de una familia de blancos pobres durante la Gran Depresión-, y lo convertían en otra cosa.
Lo mismo sucede con David Hockney y algunas de sus últimas creaciones -sus últimas ideas-, traídas ahora de gira al Guggenheim de Bilbao. Y en particular su cuadro «Bigger trees near warter»… que sólo figura en la exposición en forma de (hipnótico) vídeo. Lo sorprendente es que a lo mejor ese es su sitio, o por lo menos lo es casi con tanto derecho como el cuadro en sí mismo, que ocupa, según palabras de su director, la pared más grande de la Royal Academy, en Londres. El cuadro refleja un bosque idealizado, a cuyo través, pues mucho sugiere que estamos en invierno, se pueden ver unas casas. Ahora bien, el cuadro (si es que todavía podemos hablar así) está compuesto en paneles, cuyas líneas de separación se pueden apreciar. Según el autor, es en su totalidad el resultado de la suma de largos estudios en el ordenador (los paneles)… de forma que ni él mismo tenía una visión de conjunto antes de que el cuadro fuese montado. Así que ese cuadro no se habría podido crear de otro modo.
Y la pantalla de magia como artista
Como es sabido, Hockney ha experimentado toda su vida con los nuevos medios, durante un tiempo sucumbió a tentaciones fotográficas (ya no), y lo último que llama la atención de los periódicos es el uso del ipad, con la aplicación brushes, para una pintura electrónica impresa, con unos resultados que -de momento, y salvo por el prodigio del juguetito, como es propio de estos tiempos-, no impresionan demasiado.
La otra obra reciente de Hockney que sí lo hace es otro panel electrónico en el que se muestra un bosque bajo la brisa u otros fenómenos, que al principio parece una unidad rota en paneles y luego se ve que no hay más unidad que el punto de vista. En realidad un total de nueve cámaras han ido por libre para proporcionar un bosque mucho más bosque que lo que hayamos visto. Se podría escribir mucho sobre ello pero el resultado es el de una escritura poderosa, a cuyo lado la visión panorámica o hasta la 3D parecen artistas deprimidos en un circo a punto de cerrar. Quién sabe, a lo mejor Hockney nos ha puesto en el camino que tanto buscaron (inútilmente) los cubistas, a los que, por cierto, Hockney admira mucho. Cierta antológica de ellos en Londres fue visitada por él nueve veces. En cambio, sólo ha leído dos veces los nueve volúmenes de En busca del tiempo perdido.