Sastrería / Compresión
Casi cualquier texto puede sufrir la supresión de hasta una cuarta parte y mejorar, según piensa un amigo mío, Bill Lyon. A partir de ahí, se corre el riesgo de perder algo importante.
Bill, periodista veterano y de formación anglosajona, fue quien le propuso a EL PAÍS el concepto de Edición, todavía desconocido hasta ese momento en España, y que consiste en someter al texto periodístico a una serie de controles de calidad que van más allá de la ortografía o la gramática. Lo que en periodismo equivale a contrastar si se respetan las reglas básicas de una información.
El proceso de supresión de lo que sobra, que yo llamo compresión, es posible y hasta recomendable en casi cualquier texto, sobre todo si periodístico, y es una operación muy valorada en estos tiempos en que el espacio del papel cotiza en Bolsa. Aunque también puede ser una caja de Pandora pues llega un momento en que uno no sabe ya cuándo detenerse al enfrentarse a todo lo que sobra en torno nuestro, y en particular cuando se trata de letras. Se comienza quitando el …mente de un adverbio así terminado (se comprende muy bien la alergia que le tiene García Márquez a esos adverbios feos e inacabables, sobre todo porque tienden a romper la importantísima cadencia del texto), luego se suprime una de las dos subordinadas de una frase, y es muy posible que terminemos cargándonos el texto entero. Pues ¿cuántas de las páginas que nos rodean son tan siquiera necesarias? ¿No decía Juan Ramón Jiménez que la primera obligación del escritor es tachar?
Como lector, uno aprende a desconfiar desde joven de textos de toda evidencia hinchados y por lo tanto reducibles, como la publicidad, el grueso de los discursos políticos o sindicales, el periodismo barato y hecho para hinchar el perro, como se dice en el oficio, y los telefilmes, cuyo desarrollo es posible predecir ¡y con éxito! a partir de los primeros tres minutos: es lo que Marguerite Duras, en su etapa teórica y cinematográfica, llamaba las cadenas de imágenes. Hasta ahí es fácil. Pero es que el hambre de compresión no se sacia con ese aperitivo y el siguiente escalón natural es desconfiar de textos en principio nimbados de autoridad, como la crítica de arte, por ejemplo, o los prólogos: salvo en casos muy puntuales en donde es necesaria una contextualización (y en mi caso muy rara vez, soy un radical, o en todo caso lo leo a posteriori), ¿por qué habríamos de permitir que una tercera persona, llámese crítico, experto, becario, prologuista o mandarín se interponga entre el autor de una obra y nosotros? Más aún: ¿entre nosotros y la obra misma? ¿No es esa una confesión de minoría de edad y de impotencia y mudez en el diálogo artístico por completo insólita? Sobre todo cuando la crítica no ha sido escrita por un narrador y un artista él mismo, como por ejemplo John Berger, sino por los dueños de una jeringonza cuyo hermetismo no tiene más propósito que conservar cerrado el lenguaje, en clave, igual a como hicieron los brujos y todos los sanadores, sacerdotes e intermediarios que en el mundo han sido.
Además de cierto respeto de lector (mejores los cuentos que su legendaria novela), siempre he sentido una gran simpatía por Salinger y su quizá no tan conocida manía de no permitir a sus editores añadir nada al título y firma de sus obras. Esa es la razón de que los libros de Salinger aparezcan siempre sin solapa ni contracubierta, ni indicación ni texto de apoyo alguno, y confiados siempre así, desnudos, en que el lector sabrá apreciar el texto tal como lo escribió él, sin apoyos que condicionen su lectura. Siempre me ha parecido una actitud de artista muy sabia, bien es verdad que él se la puede permitir pues vistas sus cifras de venta no habrá editor que se atreva a llevarle la contraria. El resultado son esos libros suyos, liberados para siempre de las etiquetas, prejuicios, postales, frasecitas resultonas y adjetivos pomposos que tan a menudo empobrecen las contracubiertas y solapas de los libros.
Suponiendo que no leamos ya prólogos, programas de ópera y papelitos con presentaciones en los cines con subtítulos (asombrosa tolerancia de que alguien nos diga cómo debemos ver una película o nos adelante su contenido), y admitiendo que nos permitan ofrecer nuestros propios textos sin advertencia alguna, el problema es que uno se da cuenta entonces de que todo ello no ha sido más que el prólogo, y quiere continuar. Sobre todo en estos tiempos en que lo políticamente correcto va invadiendo púlpitos, cátedras y redacciones para ir cercando al lector libre.
Ni que decir tiene que la compresión pierde peso o necesita de matices cuando hablamos de literatura. En tanto que la escritura automática de los surrealistas es su contrapropuesta misma (aunque el pontífice André Breton editaba sus automatismos), y se cree que Shakespeare escribía tan rápido que no tenía tiempo ni de tachar ni de puntuar, Borges, ciego, dictaba con el texto ya editado en la cabeza (el original de El Aleph no tiene casi correcciones), y Saint-Exupéry convertía la compresión en uno de los requisitos de la obra maestra: «Parece ser que la perfección se consiga, no cuando no hay nada más que añadir, sino cuando no hay nada más que restar» (Tierra de los hombres).