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El misterio Pushkin empeora

Apartado: Lecturas recomendadas por Sorela

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Lamento si soy molesto, pero el hecho es que casi dos siglos después seguimos sin saber con exactitud por qué murió Pushkin en un duelo, un mediodía a nueve grados bajo cero en San Petersburgo, con la nieve hasta la rodilla. Sí, ya sé que la mayor parte de las fuentes y casi todos los profesores -si es que quedan profesores que den clase sobre la vida de los poetas, que lo dudo- dirán que murió a manos de su cuñado, el oficial D’Anthès, por injusto azar un apellido con la misma sonoridad que el del Conde de Montecristo, en un duelo irremediable a causa de los celos ya imparables del poeta, que había tragado lo suyo. D’Anthès era un petimetre, un oficial lechuguino de la Guardia Real importado de Francia y digno decorado en un posible baile de Ana Karenina, por ejemplo, que por lo visto tenía algo mareada a la mujer de Pushkin, Natalia, la mujer más guapa de San Peterburgo pero con no demasiadas luces. Sí, una tragedia de la que por lo visto nunca se ha repuesto la literatura rusa: Dicen los que lo saben que Pushkin suena en ruso como nadie.

Y lamento también mi lúgubre seguridad sobre la continuidad del misterio, que se apoya en la lectura de El botón de Pushkin, de Serena Vitale (Muchnik Editores, 1999), uno de esos libros que uno guarda en su biblioteca a la espera de que le llegue el día propicio, y ese día le llegó en este otoño raro. Para devolverme mi admiración por las cartas como escritura, sin las muy abundantes de las cuales de la sociedad rusa de la época ni siquiera hubiese sido posible la seria, casi biomédica investigación a cargo de la rusófila italiana Serena Vitale. El libro abarca, descubre, pregunta y escarba con una tenacidad de irritante detective en un amplísimo arco de escritos rusos de ese tiempo, cartas en su casi totalidad, para hacer ver, en una suerte de Las amistades peligrosas, con las mismas contradanzas y chismorreo de salón pero con nieve y trineos, la increíble complejidad en el armazón de lo que sólo parecía un disparo. Y hacer ver que detrás de ese disparo y una dolorosa agonía de un par de días había tantos titiriteros que no se sabe al fin cuál fue el dato, el hecho, el Yago, el celo, la intriga decisivas que condujeron a Pushkin hacia un duelo que a lo mejor, quién sabe, fue en realidad un asesinato. Un magnicidio. Y por supuesto, para hacerme reflexionar en este otoño lleno de sol sobre las servidumbres de la gloria: la pérdida de la libertad en primer término, y los verdaderos enemigos de un escritor.

Porque con independencia de la intriga policial de quién fue el culpable: el amante, que disparó pero no es seguro que fuese en realidad amante, la esposa, el padre adoptivo del amante, que no era en realidad padre, el redactor de unas cartas ridiculizantes y anónimas, el autor intelectual detrás de ellas, etc, etc, el libro refleja la sociedad rusa a comienzos del XIX -la alta sociedad que había conseguido atrapar a Pushkin entre los brillos de la sala de espejos- con una profundidad y detalle que, en ese aspecto, podría rivalizar hasta con Ana Karenina. Y ahí es donde se ve que, todo sumado y restado, Pushkin fue a la postre un rehén primero y luego una víctima de su triunfo literario en primer lugar y después social. Cómo el poeta espontáneo, rebelde e inimitable de su primera juventud (y perdón por esa sucesión de pleonasmos) fue quedando atrapado entre los favores de la Corte y el mismísimo monarca como una liebre a la que hipnotiza una serpiente. Lejos de mí el sicologismo barato, pero entre correspondencias y chismorreos de la alta sociedad petersburguesa -qué aburrimiento, dios mío, qué tedio invernal-, se va viendo cómo ese brillante escritor va dejando escapar cada vez más su vida entre los rituales, brillos de hojalata y telarañas de ese tipo de sociedades, y cómo está cada vez más pendiente y amargado por los honores y rangos cuya previsible elaboración arma las cortes y pretende justificarlas. ¡El mismísimo zar vigilaba quién acudía a qué, y si con el uniforme adecuado a la ocasión!; parecen las memorias del Duque de Saint-Simon sobre la corte de Luis XIV. Cómo amargura y frustración aumentan en el poeta, obligado a perder el tiempo entre las necedades de la supuesta gloria en vida: venerado al parecer, pero vigilado de cerca por un zar con vocación, ya, de Gran Hermano, un abuelo de Stalin, cuánto más con un poeta que había sido anarquizante, como suele o debería indicar el mismo nombre del oficio. Así que se ve muy bien cómo, de forma paralela a sus celos, crece la frustración de Pushkin, que se negaba a cometer la vulgaridad de cobrar por sus poemas o sus novelas, no podía viajar por falta de permiso del zar -una especie de nacionaldeanismo coronado que ayuda a explicar el origen de no pocos lodos-, y vivía entre bailes del préstamo, el empeño y la subvención de la Corte, hasta acercarse a una suerte de nihilismo. Por lo visto murió con una sonrisa. Esa evolución lo emparenta con Otelo hasta un punto desconcertante: con sus ojos azules, también Pushkin, famosamente, como Dumas, tenía algo de mulato.

Pocas veces se ha visto un caso tal de talento, individualidad e independencia (otra vez los sinónimos) sacrificados por los oropeles de la corte y la supuesta gloria. Y sí, casi dos siglos después, desconcierta igual lo poco que ha cambiado el escenario, y lo poco que han cambiado muchos de los escritores que corren en el hipódromo.

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