Amor, ira y locura. Marie Vieux-Chauvet. Traducción de José Ramón Monreal. Acantilado. Barcelona, 2012.
Hay muchas, pero si alguien duda de los poderes de la literatura verdadera para informar podría empezar por estas tres novelas que conforman un friso, Amor, ira y locura, y que, como es casi preceptivo -y sin el casi- en la escritura contra la injusticia y la tiranía, permaneció en la sombra hasta su verdadera aparición en Francia en 1968. Hasta ese momento, la autora y su familia hicieron lo posible porque no se viera-o no se notaran- los ejemplares de una primera edición, en Haití, que podían encender la peligrosa suspicacia de ese sangriento tirano, Jean Claude Duvalier, más conocido por su nombre de payaso: Papa Doc, que sojuzgó Haití de 1957 a 1971, se distinguió en la rica galería de dictadores del país más pobre de América, y se hizo con un puesto entre los más implacables del continente. Que ya tiene mérito. En cierto modo, con sus métodos estalinistas y su omnipotente policía política, los tonton macoute (el hombre del saco en el rito vudú), conocidos en el mundo entero, empeoró a su vecino Trujillo, en Santo Domingo, y fue un adelantado de las duras dictaduras posteriores en el cono sur. Dejó treinta mil muertos.
Marie Vieux-Chauvet tenía razón en sus prevenciones, a la hora de disimular el libro ya impreso, ya que no al escribirlo. Perteneciente a una familia que ya había perdido a tres familiares asesinados por el régimen, su libro -y eso es lo que lo individualiza entre la abundante escritura de denuncia- es excelente literatura y a la vez un perdurable testimonio sobre ese periodo gris rata de la historia haitiana. Si se piensa, no es un caso frecuente, la literatura de denuncia tiene a menudo una vida efímera de titular de periódico, que apenas duran un poco más que una mariposa. Y en su perdurabilidad, tenía todas las cartas para irritar sobremanera a cualquier dictador, aunque por fortuna hay terrenos de la sutileza y el arte a los que estos no llegan: digan lo que digan, las porras son incompatibles con la inteligencia, o al menos con el matiz.
Son tres libros, en realidad, diferentes en su armazón y personajes, pero que puestos juntos componen un friso sobre un mismo tema: un país sometido a una tiranía concreta y a la vez difusa, unipersonal y a la vez multiplicada en la tribu corrupta de los paniaguados del régimen. Y las tres historias se cuentan desde el punto de vista de quienes sufren ese estado de putrefacción, lejano y omnipotente, contra el que no parece haber esperanza.
Esos ciudadanos no son cualesquiera, y mucho menos el pueblo, demasiado pobre y preso en los ritos del vudú como para tan siquiera quejarse de una forma audible. Los protagonistas de las tres historias son miembros de una aristocracia criolla venida a menos y víctima de esa nueva clase de hampones que se ha hecho con el poder: un viejo tema de las literaturas americanas (Faulkner, por ejemplo, o Carpentier, o García Márquez en La hojarasca o en Cien años de soledad), reflejo de sociedades dinámicas donde con frecuencia se cumple el estribillo Abuelo arriero, hijo caballero, nieto pordiosero. En el caso de Vieux-Chauvet –en el caso de Haití–, ese desplazamiento por las nuevas clases viene acompañado de un complejísimo y desasosegante pugilato en torno a las razas. Pues por una vez en América, en Haití no son siempre los blancos, muy minoritarios, los que han ocupado la planta noble social. En función del poder de turno pueden haber sido los mulatos -los mulatos más blancos o más oscuros-, y hasta los negros, que conforman la mayoría: así sucedió en el periodo de Duvalier. Los personajes de Amor, ira y locura –una mujer más oscura enamorada del marido francés de su hermana más blanca-; un hombre maquinando cómo vengarse del energúmeno que, para devolverle sus tierras, se ha quedado con su hija; o un poeta que ¿se finge? loco para poder decir lo que piensa (la tercera, más arriesgada -¡usa hasta el teatro!- y a mi juicio mejor de las novelas), se mueven todos en el veloz ascensor social de Haití, donde se puede cambiar de clase y de estado civil en un cuarto de hora, y en el territorio, literario por definición, del ambiguo mestizaje.
No hace falta indagar mucho para hacer a tientas un retrato de Marie Vieux-Chauvet y de su peripecia vital, pues, aunque literario, su friso exuda verdad. Experiencia. Eso que siempre se nota, y que tanto se echa de menos en mucha de la literatura contemporánea y en particular la primermundista. Y exuda también algo un poco anticuado y en estos tiempos a mi juicio muy valioso: confianza en la literatura. Creer que a través de una escritura creadora y sin miedo se puede vencer al diablo. Que es el tema de la tercera parte: Locura. La escritura de Vieux-Chauvet no pretende informar de casos concretos ni precisar torturas ni despojos. Y sin embargo, mediante la sugerencia y la imagen, instrumentos de la escritura literaria, consigue proporcionar una verdad mayor que el simple informe.